Ruido. Solo oigo ruido. Un ensordecedor ruido que consigue que me pierda. Ruido de palabras, ruido de voceros con púlpito, ruido amenazante, ruido que se instala en el silencio de mi cerebro. En la radio, ruido, en la televisión, ruido, en los diarios, ruido, aleja la necesidad de la calma, de la reflexión, de ser capaces de actuar como personas, solo la estridencia enferma de mediocres empoderados, de seres que habitan la soberbia y sonríen con condescendencia al individuo. Desenfocan conscientemente creyéndose los nuevos reyes de los sonidos, los maestros de la palabra, los demagogos ingeniosos de una nada a la que abocan al ciudadano. Mas reivindico el silencio entre las bombas, entre las amenazas; silencio ante las diatribas de mercado; reflexión ante las certezas de los dioses de siempre; discernimiento ante los odios que anidan en los corazones; escuchar en vez de vociferar. La literatura una vez más me amansa, pero mi corazón bate con violencia.
Mientras se bombardea Dresde, se quiere acabar la guerra, se masacra a la población civil, el ruido lo acapara todo, los muertos se amontonan como escombros y un soldado mira perplejo qué ocurre, un soldado que habita en la ciencia ficción, en el pasado, en el presente y en el futuro con simultaneidad porque, es probable, solo de esa manera es capaz de aceptar la barbarie de la muerte. La guerra como violencia, como certeza humana inevitable, como glorificación de la atrocidad frente a la cultura; la guerra como metáfora de lo humano, como avance, como lucha, como superación del terror en el terror; hoy sigue habiendo guerras, guerras constantes que matan en nuestro bienestar, por eso, insisto, nuestro personaje se esconde en el viaje imposible de las dimensiones imaginadas.
La novela funciona como alegoría del desorden, del caos que se produce en la ruptura normativa, así a lo largo de la misma funciona el humor negro, los saltos temporales y las historias de extraterrestres, de abducciones y teletransporte, todo configurando el mundo imaginario de un protagonista esquizoide que va introduciendo, con amargura, escenas de la Segunda Guerra Mundial con una visión crítica que intenta mostrar el dolor de la pérdida de la inocencia encarnada en la cruzada de los niños como víctimas del poder sin alma contrapuesto a la imagen heroica.
—Pues yo sí que lo sé —exclamó—, Pretenderás hacer creer que erais verdaderos hombres, no unos niños, y un día seréis representados en el cine por Frnak Sinatra, John Wayne o cualquier otro de los encantadores y guerreros galanes de la pantalla. Y la guerra parecerá algo tan maravilloso que tendremos muchas más. Y la harán unos niños como los que están jugando arriba.
Me gusta la simultaneidad en el continuo espacio tiempo de Billy, cómo juega el autor con los hechos de la guerra contrastados con la estancia en Trafalmadora frente al presente, para dar un aire de irrealidad caótica al relato que no deja de ser esa alegoría de lo que significa la guerra y Dresde, la culminación absurda de la destrucción del orden y de la norma.
La sonrisa de Billy al salir de entre los arbustos fue tan singular como la de la Mona Lisa, porque él sentía que estaba simultáneamente en la Alemania de 1944 y conduciendo su Cadillac en la América de 1967.
El leitmotiv, el eje basculante sobre el que pivota la trama es este: que la guerra la libran los niños jugando en el campo de batalla.
—¿Sabe usted? Nos hemos tenido que imaginar la guerra desde aquí, y nos la hemos imaginado librada por hombres como nosotros. Habíamos olvidado que la guerra la hacen los niños. Cuando vi esos rostros recién lavados y afeitados quedé sorprendido. «Dios mío, Dios mío —me dije a mí mismo—, ésta es la Cruzada de los Niños»
El relato de ciencia ficción, el gusto de Billy por estos libros, lo convierten en un quijote pintoresco que construye el bombardeo como anécdota haciendo incomprensible esta pirueta para los hombres, aunque no así para los niños que muestran, a través de la mirada del veinteañero, la barbarie de la destrucción.
No pudieron salir del refugio hasta media mañana del día siguiente. Cuando los americanos y sus guardas aparecieron, el cielo estaba negro de humo. El sol era un pequeño punto malhumorado. Dresde parecía un paraje lunar. No quedaba nada, excepto lo mineral. Las piedras estaban calientes. Todos habían muerto.
El cuento llega a su fin, la ciudad arrasada se introduce en la ficción como anécdota, como contrapeso causal de la historia, como verdadero desencadenante de la acción narrativa.
En algún lugar, cerca de allí empezaba la primavera. Los refugios llenos de cadáveres fueron cerrados. Los soldados dejaron de luchar contra los rusos. En el campo, las mujeres y los niños hacían hoyos para enterrar las armas. Billy y el resto de su grupo fueron encerrados en un os establos de una casa de campo. Y una buena mañana al levantarse descubrieron que la puerta no estaba cerrada. En Europa, la Segunda Guerra Mundial había terminado.
En Anagrama
ISBN 978-84-339-1293-0
EAN 9788433912930
PVP CON IVA 7.20 €
NÚM. DE PÁGINAS 188
COLECCIÓN Contraseñas
CÓDIGO CO 93
TRADUCCIÓN Margarita García de Miró
PUBLICACIÓN 18/04/2006
"Matadero Cinco" catapultó a Kurt Vonnegut como uno de los grandes ídolos de la juventud norteamericana y se convirtió de inmediato en un clásico de la literatura contemporánea. Una historia amarga, conmovedora y a la vez divertidísima, de la inocencia confrontada con el apocalipsis, «una novela con ribetes esquizofrénico-telegráficos», en palabras de su autor. Kurt Vonnegut fue hecho prisionero en la Segunda Guerra Mundial y se encontraba en Dresde cuando esta ciudad fue bombardeada y arrasada por la aviación norteamericana; este hecho le marcó profundamente y decidió escribir un libro en torno a ese tema: "Matadero Cinco". La historia de un superviviente de la matanza que, muchos años más tarde, es raptado y transportado al planeta Trafalmadore es una de las muchas tramas que se entrecruzan en una obra profundamente innovadora, en la que resplandecen cegadoras metáforas de la nueva era y en la que los pasajes de ciencia-ficción funcionan a la manera de los payasos de Shakespeare. El humor, a menudo muy negro, es esencial en la obra de Vonnegut, quien ha afirmado que «lo cómico es parte tan integral en mi vida que empiezo a trabajar en una historia sobre cualquier tema y, si no encuentro elementos cómicos, la dejo».
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