Se
va acabando la cuarentena, confinamiento obligatorio, recurso cíclico
del miedo a lo invisible, a los ruidos de la naturaleza, a la
enfermedad que no se cura, al alma, a la pérdida del poder, a la
ausencia de control; se va el encierro, viene la confusión, vuelve,
más bien, nuestra cárcel se convierte en refugio, es propicio tener
a dónde ir, de dónde partir. Desde mi terraza oigo las voces que
suben desde el bar, en una huida hacia la acera de enfrente, no más
lejos, tampoco nos dejan, como si esas sillas y mesas se hubieran
convertido en una especie de paraíso añorado en el imaginario del
preso. Porque somos reos de muchas cosas, claro, ahora lo sé, de
nosotros mismos, en primer lugar, de los demás, de las acciones
sociales, de la apariencia, del consumo sin control, de la necesidad
sin sentido; no seré yo quien clame contra la libertad del hombre,
nunca, ni predicaré denunciando el hedonismo que buscamos
inconscientemente, jamás, pero este tiempo de cambio de paradigma me
hace sentir que el aire es diferente, que el cielo huele de manera
diferente y que los hombres siguen siendo hombres. Mas el miedo
atenaza los corazones, constriñe el espíritu y nos convierte en
blancos fáciles.