Mañana es 8 de marzo. No me gustan los días en que se celebran cosas, no me gustan nada, imagino que obedece a un deseo irrefrenable por parte del organismo bien pensante de crear necesidades y tributar a colectivos que se lo merecen, que necesitan ser reconocidos. Esta celebración se asocia a los movimientos feministas que se la han apropiado como punta de lanza de un lucha identitaria que abarca, al menos, los últimos sesenta años, aunque podríamos irnos hasta la ilustración o los movimientos sufragistas. A mí me interesa mucho el pensamiento feminista, he leído a pensadoras notables como Butler, Falquet, Freedman, Glick, Guillaumin, Karkasis, Lagarde, Lamas, Lavigne o Witting, por eso respeto las aportaciones teóricas e ideológicas y me alejo de sectarismos hostiles e inútiles que utilizan la dialéctica para prescindir de ella: lo notable parte de la discusión, del enfrentamiento crítico, de la necesidad de confrontar y estar dispuesto a ceder. Hoy en día los grandes movimientos ideológicos, el me too, el black matter, la celebración del 8 de marzo, son movidos por hooliganismos que me preocupan porque alejan la posibilidad de cualquier mirada crítica, de cualquier pensamiento propio, sigo diciendo que el espíritu del puritanismo norteamericano lo invade todo como un virus. Hoy me permito hablaros de esto, aunque las últimas tendencias impiden a quien no sea de un colectivo discriminado hablar del mismo, permítanme la licencia de escribidor. Y eso no es digno de ser celebrado.