Mañana es 8 de marzo. No me gustan los días en que se celebran cosas, no me gustan nada, imagino que obedece a un deseo irrefrenable por parte del organismo bien pensante de crear necesidades y tributar a colectivos que se lo merecen, que necesitan ser reconocidos. Esta celebración se asocia a los movimientos feministas que se la han apropiado como punta de lanza de un lucha identitaria que abarca, al menos, los últimos sesenta años, aunque podríamos irnos hasta la ilustración o los movimientos sufragistas. A mí me interesa mucho el pensamiento feminista, he leído a pensadoras notables como Butler, Falquet, Freedman, Glick, Guillaumin, Karkasis, Lagarde, Lamas, Lavigne o Witting, por eso respeto las aportaciones teóricas e ideológicas y me alejo de sectarismos hostiles e inútiles que utilizan la dialéctica para prescindir de ella: lo notable parte de la discusión, del enfrentamiento crítico, de la necesidad de confrontar y estar dispuesto a ceder. Hoy en día los grandes movimientos ideológicos, el me too, el black matter, la celebración del 8 de marzo, son movidos por hooliganismos que me preocupan porque alejan la posibilidad de cualquier mirada crítica, de cualquier pensamiento propio, sigo diciendo que el espíritu del puritanismo norteamericano lo invade todo como un virus. Hoy me permito hablaros de esto, aunque las últimas tendencias impiden a quien no sea de un colectivo discriminado hablar del mismo, permítanme la licencia de escribidor. Y eso no es digno de ser celebrado.
Así
que, en este blog, ya he hablado de alguna autora feminista como la autora que
hoy os traigo. Gornick, que se autodefine como feminista radical, es una atora
que me gusta, habla sobre ella misma, oh sorpresa, de su percepción del mundo y
de los hombres, de sus relaciones, de sus miedos como escritora, de su relación
con la madre. Pero aquí también importa New York, la ciudad. Las sensaciones
son precisas, es tremendamente significativo, la verdad, me ayuda a entenderme
porque la literatura es lo que hace, ayuda a entender qué te pasa, mis subidas
y bajadas de niño, se atenúan cuando tomo la bici y paseo por la montaña o las
carreteras, cuando observo el amanecer, la niebla o siento la lluvia, pero la
sensación de ir a Valencia y levantar la cabeza, ver los edificios, la gente
tropezándose, sonreír a alguien que se cruza contigo, como cuando vas en bici y
saludas a otro conductor Es algo increíble, humano y nos ayuda a saber que
seguimos siendo personas, esas pequeñas cosas insignificantes, triviales,
efímeras, sí, esa sensación.
Para Johnson, la ciudad siempre fue lo
que lo ayudaba a levantarse cuando estaba deprimido, el lugar donde abocaba su
profundo malestar, su monumental desasoeigo. La clle lo sacaba de su lúgubre
aislamiento, lo reunía con la humanidad, resucitaba su generosidad innata, le devolvía
el fervor de su intelecto. En la calle, Johnson hacía observaciones que han
perdurado hasta nuestros días; allí se revelaba su sabiduría. Cuando, bien
entrada la noche, merodeaba por las tabernas buscando conversación, se sentía
aliviado al ver sus necesidades reflejadas en la compañía que encontraba, en
aquellos que bebían y hablaban del Hombre y de Dios hasta que amanecía, porque
ninguno de ellos quería volver a casa.
El
libro es muy interesante. Parte de las reflexiones vitales para evolucionar
hacia la literatura con pensamientos que no me dejan indiferente, que me
interesan, por ejemplo su relación con
el sexo, con el placer, con su yo, con el placer del otro, inteligente y
precisa, divertida y profunda.
Aprendí que era sensual, pero no buscaba
la sensualidad; que gozaba con los orgasmos, pero que la tierra no temblaba
bajo mi cuerpo; que podía prolongar la obsesión erótica durante más o menos
seis meses, pero que sabía que la emoción se apagaría. En una palabra: hacer el
amor era sublime, pero no lo era todo para mí.
Me
fascina con qué claridad el puritanismo determina los designios del amor, nadie
puede estar con quien no está predeterminado y eso amplía la soberbia humana
más, si es posible, ya que solo podemos relacionarnos con nuestros iguales, con
los que triunfan como nosotros, pero nunca dejar que el amor sea un sentimiento
confuso que nos lleve a querer a quien no debemos. Este determinismo elitista
siempre me ha fascinado y lo observo plasmado en muchas series de televisión norteamericanas
donde el abogado puede follarse a la adjunta, pero solo puede asarse con quien
es de su misma posición social. Esta estratificación, que tapona el ascenso,
fuerza el sentimiento elitista de superioridad cuando veo o leo sobre NY como
el documental de Scorsese sobre Lebowitz. Me quedo con la copla de la no
pertenencia a ese espacio privilegiado de lo sublime.
Entre nosotras había mujeres jóvenes
elegantes, con talento y atractivas unidas, o a punto de unirse, con hombres de
mente o espíritu mediocre que inevitablemente las arrastrarían con ellos. La
perspectiva de un destino parecido nos atormentaba.
Muchos
pensamientos son estupendos, te hacen sonreír porque son parte de la
cotidianeidad de una mujer en el marco de la ciudad.
Además del sexo, la forma de conexión
más vital que existe es la conversación.
Así
la ciudad da paso a diferentes voces que la autora anota o retiene en
diferentes espacios que radiografían una NY, la de la autora, un recuerdo y una
vivencia particular, pero no veo a esta, la ciudad, como personaje, sino como
espacio orgánico que facilita la interacción.
Dos horas después estoy en casa, cenando
y contemplando la ciudad desde la mesa a la que estoy sentada. Repaso
mentalmente a todos los que se han cruzado hoy en mi camino. Oigo sus voces,
veo sus gestos, empiezo a inventar vidas para ellos. Enseguida me acompañan,
son una compañía magnífica. Pienso: «Esta noche preferiría estar con vosotros
que con cualquier otra de las personas que conozco».
En Sexto
piso
Año: 2018
Formato: Rústica
Género: Memorias
Páginas: 148
Tamaño: 15 x 23 cm
Continuación natural de Apegos feroces, en La mujer singular y la ciudad Vivian
Gornick sigue mostrándose como una mujer lúcida, sensible e insobornable que,
siendo la realidad como es, no acepta su lugar en el mundo.
La
mujer singular y la ciudad es
un mapa fascinante y emotivo de los ritmos, los encuentros fortuitos y las
amistades siempre cambiantes que conforman la vida en la ciudad, en este caso
Nueva York –una ciudad, nos dice Gornick, que hace soportable su soledad–.
Mientras pasea por las calles de Manhattan, de nuevo en compañía de su madre o
sola, Gornick observa lo que ocurre a su alrededor, interactúa con extraños,
busca su propio reflejo en los ojos de un desconocido. Y se reconoce en su
amistad de más de veinte años con Leonard –un hombre que vive su propia
infelicidad con sofisticación y que la ha ayudado «a comprender la misteriosa
naturaleza de las relaciones humanas más que ninguna otra relación íntima que
haya tenido»–, pues ambos comparten la necesidad de encontrar un agravio que
combatir.
Vigoroso collage que intercala anécdotas personales, viñetas
narrativas y piezas reflexivas sobre la amistad, sobre la a menudo irreprimible
atracción por la soledad y sobre qué significa ser una feminista moderna –una
«mujer singular»–, estas memorias son el autorretrato de una mujer que defiende
con ferocidad su independencia y que ha decidido vivir hasta el final sus
conflictos en lugar de sus fantasías.
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