Mi padre el pornógrafo, pero podría ser mi padre médico, mi padre el espía, mi padre ingeniero o mi padre catedrático. La relación con el padre ha ido cambiando con el tiempo, de los padres que marcan la autoridad intra familiar y determinan el futuro de la unidad, a los padres postmodernos que emulan el parto. La paternidad ha sido cambiante y nuestro papel en la misma también. Del padre alejado del hijo en el que se veía, en el mejor de los casos, un seguro de descendencia patrimonial, al padre afectado por los sentimientos del vástago; del padre ausente de otras épocas, al padre implicado; del padre que se preocupaba por proveer, en el mejor de los casos, y construía un mundo particular propio en el que podía disfrutar lo que le habían dicho que era la masculinidad, al padre que ve en su hijo las frustraciones incumplidas de sus sueños de Peter Pan; es curioso, igual ser padre consiste en no abandonar del todo la adolescencia, o sí, madurar sin abandonar la ilusión de un futuro que, no nos engañemos, no suele cumplirse. Ser padre como ser cualquier cosa, esposo, amigo, compañero, hermano, trabajador o jefe, es difícil, porque vivir es difícil, porque estamos programados para creer que podemos cumplir unos sueños que, estoy convencido de ello, muchos no han construido por sí mismos, sino que han sido implantados por el entorno, por el deber ser, por la rigidez de la norma o la relatividad moral en otros momentos. En esta época extraña, líquida, fronteriza, relativista, se quiere desdibujar definitivamente el hecho de ser padre, alejar al hijo y, en ese sentido platónico tan intenso, dejar a la prole a cargo del Estado que determinará el futuro de cada uno de ellos. Soy un clásico, porque el Estado es un conjunto de personas que pueden ser también padres o madres, que tienen criterio y caparían al individuo en aras del yo colectivo y de los intereses particulares de quienes gobiernen; la historia es muy significativa cuando nos habla de estas cosas. Por eso lo dicho, soy un clásico, yo me quedo con el dolor, con los estigmas que significa la filiación, el peso genético y cultural que heredamos del padre, los temores y complejos, la perplejidad y la incomprensión, las reafirmaciones que no se han producido, las conversaciones que sí, los choques de la adolescencia y los dolores de cabeza de la madurez, lo que les echamos en cara y lo que nos echan a nosotros, el amor recibido y el amor no recibido, la frustración y el bienestar de pasar un rato en silencio, la tiranía emocional, sí, elegiría mil millones de veces ir al psiquiatra antes que renunciar al padre. ¿Como padre? Como padre vivo la extrañeza del reflejo, el cargar en el hijo mis expectativas, en desear por ellos, en amarlos de una forma indeterminada, en sacrificarme sabiendo que es una excusa genial para no tener que ejecutar mi voluntad de ser: coartada perfecta, siempre podré decir que mis hijos han cortado lo que esperaba para mi propia vida. Pero, ¿sabes? Los veo y sonrío.
Mi
padre el pornógrafo es un libro de la memoria. Buscar un género es siempre una
aventura fascinante: no es una biografía del hijo sobre el padre, aunque toma
mucho de los elementos del género: información, investigación, relato
anecdótico y datos; también de la novela, porque nunca se sabe qué es cierto y
qué no, qué se inventa el hijo en el relato, cómo amolda sus propios recuerdos
o qué consecuencias extrae de lo que va encontrando; por eso un libro memorial
me mola más, me gusta porque explica bastante bien qué he leído. El hijo busca
a través del padre, de sus toneladas de material pornográfico, de los cientos
de libros que ha escrito, de los centenares de pseudónimos que ha utilizado,
busca, decía, quién fue, qué fue y, sobre todo, qué significó en la vida de sus
hermanos y en la suya propia.
Mi padre tenía diecisiete años cuando su
padre murió, y sus conflictos se quedaron para siempre sin resolver. Al carecer
de una relación adulta con su propio padre, no supo cómo proceder a medida que
sus hijos cumplían años.
Algunos
aspectos de la obra me han parecido muy interesantes, sobre todo el análisis que
hace del proceso de creación de su padre, lo sistemático, la fuerza de
voluntad, la capacidad de la profesionalización de la escritura. No creo que tuviera
un interés literario, pero hay que reconocerle su capacidad de producción.
El proceso de escritura de mi padre era
sencillo: tenía una idea, tomaba un aluvión de notas y después escribía el
primer capítulo. Luego elaboraba un resumen de entre una y diez páginas de
extensión. Seguía el resumen a pies juntillas, confiándole el dictado de la
narración. Los primeros borradores los componía a mano, con unos dedales de
goma en el índice y en el pulgar. Escribiendo con rotuladores de punta de
fieltro, producía entre veinte y cuarenta páginas de una sentada. Tras
completar el material, que revisaba sobre la marcha.
Así
va discurriendo el libro, entre los recuerdos de la infancia del autor y las
diferentes fases de producción de su padre, entre la añoranza de la figura
paterna y la curiosidad que tiene, como escritor, sobre qué llevó a su padre a
explorar lo más profundo del porno y de la ciencia ficción o su pasión oculta
como autor de unos cómics sobre Barbarella llenos de violencia bondage, masoquismo y sadismo. El
descubrimiento no alumbra el rechazo, sino una curiosidad que se mantiene viva
a lo largo de toda la obra.
Papá era como Henry Ford: aplicaba los
principios de la producción en cadena con partes prefabricadas. Esa técnica
metódica resultó altamente eficiente. Rodeado de sus libretas tabuladas,
enseguida podía dar con la sección adecuada y transcribir las líneas
directamente al manuscrito. Al acabar, los tachaba en negro para no plagiarse a
sí mismo. Ford contrataba a una plantilla de trabajadores para fabricar en seis
horas el Modelo T. Trabajando solo, papá era capaz de escribir un libro en tres
días.
En Malastierras
PVP:19,90euros
ISBN:978-84-120030-1-7
Formato:14x21. Rústica con solapas.
288 páginas
Traductor: Ce Santiago
Cuando Andrew Offutt murió, su hijo
Chris heredó un escritorio, un rifle y ochocientos kilos de porno. Andrew fue
considerado el rey de la pornografía escrita del siglo XX, con una carrera
literaria que comenzó como un medio para pagar la ortodoncia de su hijo y que
pronto cobró vida hasta alcanzar su punto álgido durante la década de los
setenta, cuando la popularidad comercial de la novela erótica llegó a su
apogeo. Con su esposa ejerciendo como mecanógrafa, Andrew escribió desde su
casa en las colinas de Kentucky, encerrado en una oficina en la que nadie osaba
entrar, más de cuatrocientas novelas. Pero, cuanto más escribía, más crecía su
ambición y más difícil era para sus hijos formar parte de su mundo.
En el verano de 2013, Chris regresó a su
ciudad natal para ayudar a su madre, ya viuda, a salir de la casa de su
infancia. Cuando comenzó a leer los manuscritos y las cartas de su padre, por
fin tuvo la oportunidad de conocer a aquel hombre difícil, voluble y, a veces,
cruel al que había amado y temido a partes iguales, y se dio cuenta de que en
ausencia de su padre podría dar sentido a su vida y a su legado.
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