Apuntes
para la tertulia literaria.
(Heterogénea académica)
Es
una novela breve —una nouvelle de unas 140 páginas— que J. M. Coetzee da a
conocer a los 82 años como parte de su etapa de madurez extrema. Se centra en
el encuentro entre Witold Walczykiewicz, un pianista polaco septuagenario
célebre por sus interpretaciones personales de Chopin, y Beatriz, una mujer
catalana de unos cuarenta y tantos años, acomodada, culta y casada, que
participa en la organización de recitales de música clásica en Barcelona. La
premisa es sencilla: él se enamora de manera absoluta y casi intempestiva;
ella, no. Pero esa sencillez argumental es engañosa, porque Coetzee la usa para
tensar cuestiones de deseo, edad, idioma, muerte y mito literario. “El
polaco” apareció primero en español, bajo el sello argentino El Hilo de
Ariadna, antes de aparecer en inglés, un gesto deliberado del Nobel
sudafricano que desplaza el eje habitual de circulación literaria del norte
anglófono hacia el sur hispanohablante. A simple vista es “la historia de
amor” entre un artista en el ocaso y una mujer más joven, situada en
Barcelona, con Chopin sonando de fondo; pero Coetzee, como casi siempre, usa
el cliché para dinamitarlo.
La manera en que esa historia se cuenta es fundamental para su sentido. La narración está escrita en tercera persona, pero anclada casi siempre en la conciencia de Beatriz: vemos al pianista sobre todo como ella lo percibe, con una mezcla de incomodidad, irritación, condescendencia y una curiosidad que la sorprende a sí misma. Ese punto de vista sesgado vuelve sospechosa la aparente neutralidad de la voz narrativa: el lector nunca está seguro de si está asistiendo a la crónica objetiva de un cortejo o al relato autoprotectivo de una mujer que necesita minimizar lo que le está pasando. Coetzee juega con esa ambigüedad “de trilero”, como señalan críticos que subrayan hasta qué punto manipula la percepción desde la primera línea. Buena parte de la acción ni siquiera ocurre cara a cara, sino por correo electrónico, grabaciones, cartas y poemas amorosos que Witold envía: es una relación mediatizada por la escritura, literalmente textualizada, y que por momentos parece más expediente que romance. Esa impresión de expediente se refuerza con la forma: la novela está dividida en secciones numeradas, a veces de una sola frase, casi como apuntes clínicos o notas de campo; el efecto es frío, fragmentario, deliberadamente antirromántico. No es casual que Coetzee dialogue así con Dante: “El polaco” reescribe la Vita nuova, el relato en el que Dante convierte a su Beatrice en un ideal amoroso casi sagrado, pero ahora ese ideal se ve sometido a la mirada irónica y terrenal de una Beatriz que ni siquiera está segura de querer ser deseada.
El estilo del libro es el de un Coetzee tardío que ha ido eliminando todo exceso hasta dejar solo hueso y nervio. La prosa es seca, económica, escueta hasta la aspereza, casi sin ornamento retórico. Críticos han descrito esta escritura como austera, directa, elíptica, “glacial”, con diálogos que suenan invernales, y sin embargo atravesada por pequeñas ráfagas de ironía y humor oscuro. Esa sobriedad extrema es coherente con la ambición moral de Coetzee: narrar pasiones intensas sin una gota de sentimentalismo, mirar el deseo con precisión casi quirúrgica y, a la vez, dejar que el lector intuya corrientes profundas bajo el hielo superficial. No hay lirismo fácil cuando Witold proclama que Beatriz es su destino; hay incomodidad, vergüenza ajena, y también una pregunta incómoda sobre qué significa el amor cuando el cuerpo envejece y el tiempo se acorta.Esa estética de contención y corte limpio ya es marca de la casa en Coetzee, pero aquí se vuelve casi radical en su desnudez.
En cuanto a los temas, el primero es el amor tardío como campo de batalla entre dos visiones irreconciliables. Witold encarna una idea casi decimonónica del enamoramiento absoluto, exclusivo, trascendente: para él, Beatriz no es solo una mujer interesante, es “la mujer”, la figura que da sentido a lo que le queda de vida y carrera. Beatriz, en cambio, es una mujer de mediana edad con marido, hijos adultos, agenda propia y un concepto práctico del deseo; percibe la insistencia romántica de Witold como una importunidad, una incomodidad social que hay que gestionar con tacto, y a ratos como una fantasía que le halaga pero que no termina de creerse. Ese choque erosiona la vieja mitología del amor cortesano, aquella en la que el caballero se postra ante la dama idealizada, porque aquí la “dama” se resiste a ser pedestal y el caballero está agotado, casi desmoronándose. Coetzee deja claro que también están en juego la edad, el género, la desigualdad de vulnerabilidad física: la ancianidad de Witold vuelve su deseo más desesperado, y al mismo tiempo lo vuelve patético ante los ojos de Beatriz, que llega a verlo como “un viejo enamorado”, incluso “cadavérico”, pero aun así se sorprende fantaseando con él y mintiendo a su marido. El amor, así, no aparece como epifanía redentora sino como negociación complicada, como forcejeo de expectativas, pudores, poder y miedo.
Esa tensión sentimental se hibrida con otro gran eje: la muerte. La novela está atravesada por la conciencia del final —el final de una carrera artística, el final del prestigio físico, el final literal de la vida— y por la pregunta de qué queda cuando el cuerpo ya no sirve como promesa erótica sino como recordatorio de fragilidad. Coetzee convierte la historia en una meditación sobre el acabamiento y la necesidad de hallar sentido antes de que se baje el telón. Para Witold, ese sentido es Beatriz; para Beatriz, esa demanda absoluta es precisamente lo insoportable. De ahí que algunos críticos lean “El polaco” como el acta de defunción del amor romántico tal y como lo heredamos de Dante: no porque el deseo desaparezca, sino porque la promesa de fusión exaltada ya no convence a nadie salvo, quizá, al que está a las puertas de la muerte.
El
libro explora también, de manera insistente, el problema del lenguaje.
Ni Witold ni Beatriz comparten lengua materna —él es polaco, ella
catalana/española— y deben comunicarse en un inglés internacionalizado,
burocrático, que ninguno siente como propio. Ese “inglés global” aparece como
una lengua sin matices, útil pero pobre, que aplana la emoción y genera
malentendidos sentimentales. Coetzee lleva esta idea más lejos: el pianista,
incapaz de escribir poesía amorosa en ese inglés utilitario, le envía a Beatriz
poemas en polaco. Ella encarga traducciones y las juzga con frialdad casi
académica, como si corrigiera trabajos, en un gesto que vuelve a teatralizar la
distancia emocional y cultural entre ambos. Esta obsesión por la traducción,
por los choques entre lenguas, no es un mero detalle argumental: forma parte de
la batalla personal de Coetzee contra la hegemonía del inglés, una hegemonía
que él denuncia explícitamente y a la que responde publicando primero en
castellano, desde el sur, como un acto político y estético a la vez.
Barcelona —ciudad plurilingüe, europea, turística, atravesada por el capital
cultural— funciona aquí como laboratorio de esa fricción: un espacio donde la
música de Chopin y el deseo privado se cruzan con comités culturales, correos
electrónicos, traducciones y veranos en segundas residencias en Mallorca y
Girona.
Dentro de la trayectoria de Coetzee, “El polaco” prolonga obsesiones que recorren toda su obra: las relaciones de poder inscritas en el deseo, la dificultad de comprender al otro, la tensión entre el ideal moral y la sordidez de la realidad. Críticos han señalado que, lejos de retirarse después del Nobel, Coetzee ha seguido “martillando sus obsesiones (amor, sexo, identidad, incomprensión)” desde una especie de periferia autoelegida —Australia, Sudáfrica, Argentina—, huyendo del foco mediático del norte global. “El polaco” encaja en ese gesto: es una obra tardía que mira el amor no desde la grandilocuencia juvenil, sino desde la fatiga, el cansancio, el pudor, el autoanálisis casi clínico de dos adultos que ya han vivido demasiado. En la edición anglófona, “The Pole and Other Stories”, el texto convive con relatos protagonizados en su mayoría por Elizabeth Costello, alter ego recurrente de Coetzee, donde se insiste en la conciencia del cuerpo que envejece y en los dilemas éticos y espirituales que se vuelven urgentes cuando el cuerpo falla. Que la conciencia narrativa principal de “El polaco” sea femenina —Beatriz— dialoga con esa misma línea: igual que en “Elizabeth Costello”, Coetzee se sirve de una voz de mujer para interrogar la vanidad masculina, la figura del artista-genio, el narcisismo romántico y la pretensión de los hombres de que su deseo debe ser correspondido por derecho natural.
En definitiva, “El polaco” tiene una trascendencia doble: dentro de la obra de Coetzee, confirma su estilo tardío como un laboratorio ético y formal donde el lenguaje se afila hasta el hueso y el amor se examina bajo una luz sin halagos; en el panorama literario actual, desplaza el centro (lingüístico, geográfico, sentimental) y reescribe la tradición del amor cortesano desde una Barcelona multicultural y un castellano publicado antes que el inglés. Al final, lo que parece una historia mínima —un pianista viejo que se enamora de una mujer que no sabe si quiere ser amada— se convierte en una reflexión sobre cómo seguimos tratando de hablar de amor cuando ya no creemos del todo en él, cuando el cuerpo caduca, cuando ninguna lengua común parece suficiente, y cuando aun así ninguno de los dos personajes puede dejar de buscar, tercamente, una forma de ser escuchado.

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