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El viaje a los infiernos personales es un anhelo del intelectual, o debería serlo, viaje, al fin y al cabo, determinado por la necesidad del autoconocimiento que libera al ser de la esclavitud del miedo. Convivir con fantasmas y recuerdos es complejo, mucho, porque nuestro cerebro se ha ido amoldando a los elementos que nos han herido o animado. Así el viaje iniciático, en el que se necesita una actitud abierta y flexible, no está al alcance de la mayoría de los mortales: en algunos casos no es posible, la necesidad de supervivencia no deja que nos abandonemos a la reflexión; en otros, el recuerdo se ha bloqueado porque el dolor es grande y bucear en el abismo es siempre peligroso, es posible que mentirnos sea el camino por el que se ha optado; algunas veces dejamos que pequeños destellos alumbren nuestra psique, los observamos y, o bien los volvemos a bloquear, o bien intentamos volver a amoldarnos a ellos. Pero siempre está quien vence el miedo, quien mira al dolor a la cara y lo analiza porque necesita saber quién es el señor que lo mira todas las mañanas reflejado en el espejo.