Hay momentos en que se necesita sanar el alama. En ocasiones esto aparece asociado a una cura relacionada con el cuerpo. Entre las soluciones que nos da la literatura, el viaje iniciático es una de ellas. El viaje hacia uno mismo, recorriendo elementos del conocimiento humano, ofrece soluciones que en otros han sido. A veces no buscamos un manual ni una clase magistral, sino un relato que nos tome de la mano y nos saque a caminar. Libros donde el conocimiento no se explica: sucede. Si lo que deseas es un rito de paso netamente espiritual, Siddhartha (Hermann Hesse) es la brújula: breve, diáfano, infalible como un río que enseña sin sermonear. A su lado, El caballero de la armadura oxidada (Robert Fisher) propone una parábola amable sobre soltar defensas y volver a sentir; El alquimista (Paulo Coelho) recuerda que buscar fuera es, al final, encontrarse dentro: fábula sencilla, pero con ese pulso que a veces enciende la voluntad.
Para un aprendizaje que cure desde la razón amable, La fórmula preferida del profesor (Yoko Ogawa) demuestra que los números también sanan. Una asistenta, su hijo y un matemático con memoria frágil transforman la aritmética en lenguaje afectivo: la ternura se cuenta en potencias y raíces. En la orilla de lo emocional, El arte de escuchar los latidos del corazón (Jan-Philipp Sendker) invita a viajar a Birmania para aprender paciencia y atención: una búsqueda del padre que se vuelve escuela de escucha. Quien prefiera, sin embargo, un mapa de la alegría practicada encontrará en Héctor y la búsqueda de la felicidad (François Lelord) un cuaderno de campo tierno y directo: pequeñas notas que, sin grandes alardes, recolocan el ánimo. Y si lo que llama es el camino literal, El peregrino de Compostela (Diario de un mago) (Paulo Coelho) convierte la ruta en metáfora de maestría interior: el avance del cuerpo acompasa el del espíritu.
Para lectores que disfrutan de lo simbólico, Demian (Hermann Hesse) ofrece el despertar identitario y sus sombras con una claridad que no envejece; y Kafka en la orilla (Haruki Murakami), más onírica, recuerda que crecer es atravesar bosques raros: a veces lo curativo es atreverse a lo extraño hasta que lo extraño se vuelve propio.
No son guías ni tratados. Son viajes que, como El viaje de Teo (Catherine Clément), enseñan viviendo: cuadros que nos devuelven la vista, peregrinaciones que ordenan el pulso, cuentos que quitan armaduras. Elijas la senda estética, espiritual o afectiva, todas comparten la misma promesa: al cerrar el libro, algo en nosotros mira, escucha y respira un poco mejor.
Los ojos de Mona (Thomas Schlesser), nos presenta una niña que recorre museos con su abuelo y cada obra se vuelve una lección íntima. No es teoría del arte: es un año de vida mirando mejor, una educación sentimental a través de cuadros. En la misma cuerda de belleza cotidiana está La elegancia del erizo (Muriel Barbery), que convierte un portal parisino en escuela de sensibilidad: música, cine, filosofía y la certeza de que la inteligencia también puede abrigar. Cada capítulo, pues, desarrolla a modo de ensayo con una estructura prototípica. Mona aparece en escena, le sigue un paseo con el abuelo Henry hacia algún museo, le sigue la presentación técnica del cuadro u obra artística, después vienen las impresiones de ambos, las descripciones, después, el debate pretende provocar la capacidad de verla sin que esté presente en nuestra retina, de ahí el esfuerzo de presentarla con lenguaje preciso, pero cercana la exposición técnica.
Era un paisaje campestre dominado por ola estrecha sucesión de dos grandes almiares y otro más pequeño a la derecha de la composición. Estaban pintados desde un punto de vista ligeramente en tres cuartos desde la izquierda del cuadro. Para averiguar la naturaleza de los motivos era preferible leer el título en la cartela, porque, aparte del cielo donde se extendía una fina capa de nubes claras, los elementos no eran fáciles de identificar. Los montones comprimidos de heno, tan comunes en el campo, parecían aquí toscos paralelepípedos rectangulares algo abombados, blandos en los bordes y casi orondos. La cara externa estaba veteada por una trama de pinceladas verticales enérgicas y muy visibles, que iban del magenta oscuro al color vino. Describir el terreno (que ocupaba un tercio del espacio total) sobre el que descansaban los almiares era casi imposible. Una serie de sinuosas franjas verdes y azules con figuraban tal vez un saliente, o incluso una orilla fluvial. Había también motas blancas y algunas comas erectas y rojizas, sobre todo en el lado derecho, que recordaban la escasa flora – juncos, quizá- que crecía en los humedales. Se podía deducir, pues, que los haces de paja se erguían en medio de la atmósfera cenagosa de una laguna, de una pradera inundada, de un pólder indistinto con aspecto de caos emborronado.
Hay pensamientos que me han gustado, que son la base de la literatura incluidas preguntas que me rondan y que llevan a plantearme los límites del hecho poético. Hace años que descubrí que el lector tiene mucho que decir. Sus ojos hacen también los libros.
Duchamp planteaba la eterna pregunta: ¿en qué momento se puede considerar que un objeto se convierte en obra de arte? ¿Tiene que imitar la naturaleza? ¿O, al contrario, diferenciarse de ella? ¿Basta con que esté firmado? ¿O con colocarlo en una galería? ¿Tiene que ser fruto de un trabajo? Y, en ese caso, ¿quién lo evalúa?, ¿a partir de qué criterios? Aunque el botellero o el urinario no sean en principio bellos o interesantes, sirven a Duchamp como prueba ad absurdum…
Dentro de los diferentes campos artísticos, la escultura contemporánea que no imita al modelo, sino que lo interpreta, lo poetiza para establecer un diálogo con el espacio y el espectador que contribuye a dejar otro tipo de huella, me interesan porque ahondan en el concepto mismo de lo artístico.
Era una escultura cuya forma longilínea, de una pureza extraordinaria, se inflaba ligeramente en su impulso ascendente antes de terminar en punta. Frágil y rotunda a la vez, medía casi dos metros de altura. El bronce perfectamente pulido reflejaba la luz. Un zócalo cilíndrico, de unos 15 cm de altura y diámetro, le servía de base. Para ser más precisos, la forma se desarrollaba en dos tiempos desde la base. Primero había un pie cónico muy fino, sutilmente inclinado hacia atrás, que no llegaba a una quinta parte del tamaño total. Luego, en la cúspide de dicha parte, el material se ensanchaba gradualmente. Al final, ese abombamiento parecía una arco o una llama. O tal vez una pluma. Se titulaba El pájaro en el espacio.
Colección Narrativa
Páginas 512
Traductor María Lidia Vázquez Jiménez
Target de edad Adultos
Tipo de encuadernación Tapa blanda con solapas
Idioma ES
Fecha de publicación 07-03-2024
Autor Thomas Schlesser
Editorial LUMEN
Dimensiones 157mm x 231mm
Cincuenta y dos semanas: ese es el tiempo que le queda a Mona, una niña de diez años, para atesorar toda la belleza del mundo. Es el lapso que su erudito y original abuelo se ha dado para descubrirle, cada miércoles después del colegio, una obra de arte antes de que se quede ciega. Así, se disponen a visitar juntos los tres grandes museos parisinos: Louvre, Orsay y Beaubourg (Centro Pompidou), y a zambullirse en cuadros y esculturas con el fin de que su propia belleza y su sentido filosófico permeen y se inscriban para siempre en lo más hondo de Mona. Mirando a través de los ojos de Botticelli, Vermeer, Goya, Frida Kahlo o Basquiat, la pequeña aprenderá sobre la generosidad, la duda, la melancolía, la autonomía o la indignación, e irá incorporando su poderoso aprendizaje en su día a día.
Los ojos de Mona es una novela de iniciación al arte y a la vida que ahonda en la luminosa relación entre una nieta y su abuelo. Una historia llena de hermosos sentimientos que se ha convertido en un extraordinario fenómeno editorial antes incluso de su publicación en Francia.
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