La muerte del padre es un mito freudiano, una necesidad que el ser adolescente necesita para llegar al ser adulto; es posible que históricamente no haya sido siempre así, que el ser niño, antes de la existencia histórica del ser adolescente, simplemente prescindiera del padre porque no le daba tiempo a matarlo, pero hoy en día, la adolescencia es algo tan prolongado que la convivencia con el padre, o con la madre, se hace compleja en la medida que son complejas las relaciones entre adultos.
Karl
Ove tiene una relación difícil con el padre, con un padre ausente, un hombre
radicalmente moderno: individualista, autoritario y encerrado en un mundo
autoconfigurado. Vemos al padre desde la visión del autor, novela
autobiográfica, pues, con todos los problemas que conlleva el autobiografismo
respecto a la descripción de la memoria. Mi tesis es que el recuerdo no puede
mantenerse fiel al hecho, el recuerdo, como la memoria, cambia los parámetros
que configuran lo que fue para adaptarlos a nuestro yo; viene a ser como un
archivo en formato mp3, es la canción original, pero castrada, se elimina lo
superfluo, y en lo superfluo está la esencia de la comprensión de los hechos, o
no. “Escribir trata más de destruir que de crear” Así nuestro autor se propone
un trabajo monumental, un camino hacia la narrativa proustiana y un tributo al
autoconocimiento a través de seis novelas donde va a transitar por el difícil
camino de esta memoria. Y el padre está presente como un personaje presente y
omnisciente, como presencia que controla la acción, como desencadenante de lo
narrado para darle consistencia a lo que nos quiere decir el autor.
Nuestros
pensamientos están inundados de imágenes de lugares en los que nunca hemos
estado y sin embargo conocemos, de personas que nunca hemos conocido pero con
las que no obstante estamos familiarizados, y en gran medida tenemos en cuenta
al vivir nuestra vida.
Todo
se desencadena con la muerte real, tal vez porque nunca hubo muerte freudiana,
porque el hecho de la ausencia hace que el autor deba enfrentarse a los
fantasmas que han determinado su vida, a ese padre que todos hemos tenido que
matar, o al padre que ha significado nuestra propia muerte a manos de nuestros
hijos. Pero aquí la expiración está reciente, el cuerpo está presente en el
depósito, las causas del fallecimiento están gracias a su ausencia, pero el
hecho determina la acción narrativa porque va a actuar como desencadenante de
la historia, es decir, como principio unificador de su infancia y adolescencia
ligadas al momento en que Karl O. se encuentra con su hermano en casa de su
abuela, en el perfecto caos de una casa habitada por espectros con síndrome de
Diógenes, en la mierda más total, en la decadencia del ser como metáfora
dolorosa de la existencia real.
Y, sin
embargo, hay pocas cosas que nos desagraden más que ver a un ser humano
capturado en ese mundo muerto, al menos a juzgar por los esfuerzos que hacemos
por mantener los cuerpos muertos fuera de nuestra vista.
Porque
la paternidad, no nos engañemos, es la gran ficción humana, el Santo Grial de
las sociedades modernas de culpabilización a lo masculino, la gran paradoja: es
el hecho sociológico más reivindicado y el rol más estigmatizado. Ser padre sin
presencia, ser padre cuando la presión social nos lleva a alejarnos de la
educación o del bienestar, ser padre en otro tiempo cuando el padre era la
figura mítica, deseada, el pater familias redentor, el faro que iluminaba
la psique del hijo sin padre. Porque
hace tiempo el padre era otra cosa, era una figura, un ser extrañado ante su
propio compromiso y atrapado por la realidad de la familia; pero la modernidad
le reclamó como parte del proceso, debía ceder atributos, reconvertirse en
persona y participar de algo para lo que había sido educado que debía estar a
un margen, aquí la zozobra, el adolescente que reclama una figura que no conoce
su papel, que es rechazada pero buscada. La contradicción de ser hijo y querer
al padre, luego tener que ser padre hoy,
el autor, pienso que más la figura del padre, se resuelve de manera
magistral, sin entrar en la violencia del conflicto, pero con todo el dolor de
lo humano. El hijo está tan perplejo como la figura esbozada del padre.
Vanja,
que adora esos momentos que puede disfrutar a solas con nosotros, bebiendo su
limonada mientras habla de todo y hace preguntas del tipo ¿el cielo está pegado
o suelto?, o ¿se puede detener el otoño?, o ¿los monos tienen esqueleto? Aunque
la sensación de alegría que me producen esos momentos no sea arrolladora, sino
más bien de satisfacción o calma, es, al fin y al cabo, alegría. Quizá incluso,
en momentos muy especiales, felicidad. ¿Y no basta con eso? Pues sí, si la
felicidad hubiera sido el objetivo habría bastado. Pero la felicidad no es mi
objetivo, nunca lo ha sido, ¿para qué sirve la felicidad? Tampoco la familia es
mi objetivo. Si lo hubiera sido y hubiera empleado todo mi tiempo y toda mi
energía en ella, lo habríamos pasado estupendamente, estoy seguro de ello.
Porque
convertirse en padre para el hijo es algo duro, muy duro, un dolor que se ha de
administrar, una realidad que debemos afrontar de una manera cierta. Estar
perplejo no significa no amar, es algo que no se entiende bien, pero es cierto,
suena a cierto.
Se me
saltan las lágrimas cuando veo una hermosa pintura, pero no cuando miro a mis
hijos. Eso no significa que no los quiera, porque sí los quiero, con todo mi
corazón, sólo significa que el sentido que proporcionan no puede llenar una
vida. Al menos no la mía. Pronto cumpliré cuarenta años, luego cincuenta.
Cuando tenga cincuenta faltará poco para los sesenta. Cuando tenga sesenta casi
setenta. Y ya está. Así puede sonar la frase de mi lápida: Aquí reposa uno que
aguantó. Lo que al final acabó con él.
El
libro, además, está lleno de reflexiones sobre el arte o la literatura
profundos, llenos de verdad. Es posible que sea reacio al autobiografismo, que
piense que en todo proyecto de escribirse no hay más que una novela que se
camufla con esa técnica, que aprovechamos lo conocido-vivido para realizar la
ficción literaria y, así, esconder verdades que pueden ser dichas y contadas en
el marco literario, pero eso no quita para que, de la lectura, se pueda
desprender una sensación de que estás ante algo más o menos veraz, verídico.
Entendemos
todo, y lo entendemos porque hemos convertido todo en nosotros mismos.
Todos
los sueños que no fueron, lo que debimos ser y no somos, la vida anhelada y la
realidad cotidiana, esa gran contradicción del hombre moderno entre lo que
debió ser y la realidad de lo que se es.
Que la
época de estudiante universitario, ese período de la vida tan elogiado y tan
comentado, en el que uno siempre pensaba luego con agrado, no era para mí más
que una infinita sucesión de días desconsolados, solitarios e imperfectos. El
que no hubiera comprendido eso antes se debió a esa esperanza que albergaba
siempre, a todos esos ridículos sueños que suele tener un veinteañero de
mujeres y amor, de amigos y alegrías, de talentos ocultos y repentinos éxitos.
Pero
no puedo dejar de poner este texto, resume el libro a la perfección
Y en
mi caso, ¿quién había sido mi padre para mí? Alguien cuya muerte había deseado.
Entonces, ¿por qué todas esas lágrimas?
Gran
libro, lo tenemos en Anagrama.
ISBN 978-84-339-7844-8
EAN 9788433978448
PVP
SIN IVA 22.02 €
PVP
CON IVA 22.90 €
NÚM.
DE PÁGINAS 504
COLECCIÓN Panorama de narrativas
CÓDIGO PN 814
TRADUCCIÓN Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo
PUBLICACIÓN 24/07/2012
Karl
Ove Knausgård está luchando con su tercera novela casi diez años después de que
su padre se emborrachara hasta morir. Quiere que sea una obra maestra, pero le
atormentan las dudas sobre su talento como escritor y se pasa los días
imaginando epitafios nada halagadores para sí mismo. La mente de Karl Ove
deambula entre sus frustraciones actuales y su relación con su familia y el
pasado –su infancia, las inseguridades de la adolescencia, el descubrimiento
del sexo, del alcohol, esa «bebida mágica», su pasión por el rock– cuando su
padre tenía la misma edad que él ahora. Era un niño serio y a menudo
angustiado, con un hermano más feliz y menos complicado que él, una madre
apacible y cariñosa pero casi invisible, y un padre distante e imprevisible. Un
padre cuya muerte prematura suscitó en él emociones contradictorias, alivio, y
también un profundo dolor, sentimientos que el protagonista aún no ha
conseguido aceptar.
La
muerte del padre es la primera novela de las seis que conforman Mi lucha y que
pueden ser leídas de forma independiente o como partes de un proyecto muy
ambicioso. Karl Ove Knausgård se embarca en una exploración proustiana de su
pasado y desmenuza la historia de su propia vida hasta obtener las «partículas
elementales». El resultado es una historia universal de los combates –grandes y
pequeños– que todos debemos librar en nuestras vidas, una novela tan profunda
como absorbente que nos atrapa desde la primera página, escrita como si la
propia vida de su autor estuviera en juego.
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