jueves, 5 de abril de 2018

Clavícula, Marta Sanz


Esto no me había pasado nunca, acabo de leer el libro que quería escribir. No, no, no penséis que es algo tremendo, algo que me causa desazón, en absoluto, me causaría desamparo si el libro que hubiera leído no fuera el libro que acabo de leer. Estas cosas pasan, cosa que me reafirma en la absurda idea de que las historias pululan por ahí a la espera de que alguien las atrape, de que alguien se atreva a escribirlas y darles la forma que necesitan. Haber pensado en un libro no es haberlo escrito, es un cúmulo deslavazado e informe que, a modo de puzle, se agolpa caóticamente en tu mente y va viniendo de vez en cuando, había tomado notas, tenía fragmentos redactados, y me he encontrado con él. Bienvenido.

 

Un dolor indeterminado, luego localizado en el pecho, pero podría ser en cualquier otra parte del cuerpo. Parestesias y temblores inespecíficos y un tremendo miedo a la muerte y a la enfermedad.

 

Salgo a la calle. Mi marido me mira al trasluz para leerme el pensamiento. No hace falta. Estoy temblando.

 

Miedo. Esa es la clave que acierta la autora, miedo a no ser capaz, miedo a ser capaz, miedo a perder el estado vital, miedo a no perderlo, miedo a ser otro, a no serlo, miedo al miedo. El miedo se infiltra en los recovecos del alma, de la mente y se materializa en un dolor agudo que avisa de que el alma ha enfermado. No sé si Marta Sanz sufrió o sufre una depresión, si, simplemente, tuvo un cuadro depresivo prolongado en el tiempo, tampoco sé si lo que escribe es su experiencia real o, al novelarla, la convierte en experiencia literaria, por lo tanto, ficcional, tampoco sé si, como dice, la novela le sirve de terapia a lo bestia para afrontar lo indeterminado, porque de eso se trata, de lo indeterminado, de lo que no se puede definir de manera clara, del desequilibrio en la estabilidad.

Yo sufrí una depresión, o un cuadro depresivo, un estado de gracia no determinado por la enfermedad, no, sino por lo que vino, por la lucha interna, por la comprensión de mis zonas oscuras, por la determinación de mi yo adulto, si es que existe tal yo. Un desencadenante, y lo inespecífico. Búsqueda de lunares en el cuerpo,

 

En un lunar de mi cuerpo reconozco el cosmos. La primera célula humana, el reptil que salió del charco y se convirtió en simio. Me salto mil pasos intermedios de la evolución, desde la metamorfosis de las branquias en pulmones hasta el alzamiento progresivo del rosario de las vértebras. Por otra parte, en un lunar de mi cuerpo que me escuece y muta veo la realidad como dentro de la bola de cristal de una pitonisa de feria, todo lo que me oprime, los rayos alfa, gamma o beta que irradian los módems portátiles y las redes wifi invisibles que atraviesan los muros y me apuñalan.

 De cánceres odiosos, de dolores que podamos identificar con enfermedades conocidas, luego los otros, los que te ayudan y te dicen que has de luchar, los médicos del no tienes nada, la romería absurda por la docena que te dirán, te haremos pruebas, pero no tienes nada, nada, He estado en mi ginecóloga. Me duele. Mi última esperanza es solicitar los servicios de un exorcista; las amigas o amigos que dicen que su dolor fue real, un fallo médico, y tú reafirmándote en que tu locura es ese estado de gracia que te permite oír el mundo como no lo puede hacer nadie más que tú; el tremendo egoísmo, la tremenda yoidad, la mismidad sin fisuras que te permite adentrarte en cualquier eco de tu organismo, conociendo dimensiones que nadie más, que no las haya experimentado, puede conocer. Qué hijas de puta somos las enfermas imaginarias ¿Qué sabrán los otros? Y mientras la fragilidad extrema, la inseguridad que nos hace pensar en quién hemos sido o en quiénes somos, en qué nos hemos convertido, la vida estable inestable, digo, la fragilidad que te rompe por dentro y te hace pensar en la muerte como fin en sí mismo, pero hay unos otros que están: el compañero fiel que escucha, que también se rompe en sus problemas y que siempre tiene algo amable que decirnos, eso también lo dice la autora; y la madre, la madre que ve lo que no se ve.

Bueno, pues todo esto y más nos cuenta la autora en su libro, nos lo trasmite de una manera tan veraz que pienso que lo ha vivido, que el dietario novelado es una argucia para curarse, o al menos, para luchar contra la visita a un psicólogo, yo no quiero hablar con un psicólogo porque ningún psicólogo es más listo que yo. Suena a auténtico, además le imprime un estilo fresco, dinámico, que te ayuda a disfrutar con la lectura.

Otro aspecto que me ha interesado es que no permanece ajena a esta ola novelística de hablar sobre el propio hecho creativo y la novela que se escribe, la literatura literaturizada, la autora personaje: su estilo, los procesos creativos, se convierten en parte de la trama, como si ya no pudiésemos inventar más historias, la vida y la escritura lo superan todo.

 

escribimos estas cosas porque algo nos duele, porque somos mujeres, porque tenemos o no tenemos pareja, escribimos, tenemos y no tenemos trabajo, somos españolas y blancas, posiblemente feministas, posiblemente de izquierdas. Pero nuestros libros no están escritos con las mismas palabras y, en consecuencia, no, no son iguales…

yo debo censurarme esta propensión obtusa a mezclar lo pedante y lo paleto que, en definitiva, constituye mi estilo. Nuestra sangre primero huele al musgo de una bodega rural. Después a carbonilla y a productos comprados, con vigilancia y esmero, en un supermercado de marca blanca.

Cuando escribo —cuando escribimos— no podemos

 

Me ha gustado mucho, me pasó con las otras dos novelas que tenemos en el blog, Black, Black, Black y Farándula. La podéis encontrar en Editorial Anagrama, y aquí os dejo datos de vuestro interés.

 

ISBN  978-84-339-9829-3

EAN   9788433998293

PVP CON IVA 16.9 €

NÚM. DE PÁGINAS 208

COLECCIÓN Narrativas hispánicas

Durante un vuelo, a Marta Sanz le duele algo que antes nunca le había dolido. Un mal oscuro o un flato. A partir de ese instante crece el cómico malestar que desencadena Clavícula: «Voy a contar lo que me ha pasado y lo que no me ha pasado. La posibilidad de que no me haya pasado nada es la que más me estremece.»

Aquí, la narración del episodio autobiográfico se fractura como el mismo cuerpo que se deforma, recompone o resucita al ritmo que marcan las violencias de la realidad. La descomposición del cuerpo parece indisoluble de la descomposición de un tipo de novela orgánica donde se mienten las verdades y se usan trampillas y otros trucos de prestidigitación.

En Clavícula –o Mi clavícula y otros inmensos desajustes– no: aquí la palabra busca dar cuenta de los hechos, más o menos difuminados, para llegar a entender.

La dificultad de nombrar el dolor suscita grotescas reflexiones: ¿primero me duele y luego enloquezco?, ¿me duele porque he enloquecido?, ¿el dolor nace del dentro o del fuera?, ¿primero me explotan, luego enloquezco y después me duele?, ¿o me duele y me hago consciente de que me explotan?

Al hilo de ellas se aborda una retahíla de temáticas: el filo que separa el cuerpo de sus relatos científicos y su imaginación; la intolerancia ante el desequilibro psicológico y el desequilibrio como síntoma cada vez menos excepcional; la ansiedad como patología del capitalismo avanzado y, frente a los grandes titulares, la situación concreta de un centro público de salud; lo psicosomático; la hipocondría y las enfermas quizá no tan imaginarias; las enfermedades y el dolor específicamente femeninos; la sobreexplotación y el miedo a la pobreza que castiga, sobre todo, a las mujeres; el dinero y las cuentas familiares, la cifra exacta que agudiza una molestia ósea persistente.

Marta Sanz retoma el tono autobiográfico de La lección de anatomía, pero en lugar de hacer memoria y reconstruir históricamente el propio cuerpo, esta vez se concentra en un solo punto. Un libro sobre el lado patético o reivindicativo del quejarse que, con sentido del humor, negro y autocrítico, conjuga la mirada social con una mirada sobre la literatura misma. Porque la carne a veces se hace palabra y la palabra a veces se hace carne. La segunda posibilidad da mucho miedo.


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