Empezamos un nuevo año, un nuevo rumbo por la literatura sin dejar el ánimo ni la ilusión por compartir y conocer nuevos mundos, nuevas tramas, nuevos personajes. Me ilusiona saber que la literatura forma parte determinante de mi vida, que siempre encuentro algún libro que me devuelve la ilusión, que me hace disfrutar con el hecho literario, esa es, pues, la virtud de la literatura, de la lectura, en consecuencia, porque leer es un placer para el espíritu, un dolor que se asume con voluntad, un entretenimiento que te permite la vivencia de millones de situaciones que no podrías conocer de ningún otro modo. En el mundo de las verdades a medias, la literatura es la ficción perfecta de la verdad, su manipulación y recreación hasta el extremo, y eso la hace tan veraz, la convierte en la verdad con que todos soñamos.
Hay
ocasiones en que los libros te atrapan por alguna razón que no
alcanzas a comprender, pasa como con los pensamientos, hay ocasiones
en que te introducen en un bucle del que no puedes salir. Libros y
pensamientos atrapan, por alguna razón, el momento vital, el momento
lector, no lo sé, pero te hipnotizan y no puedes dejar de estar con
ellos, no puedes obviarlos, simplemente te atrapan. Eso me ha pasado
con este libro. No me gusta especialmente el surf, y las biografías,
ya lo he dicho en más de una ocasión, me parecen un pariente pobre
de la literatura porque quieren ser verdad, y la literatura no es
verdad, es la verdad del lector, por eso las biografías tienen tanto
del ego del autor, tan poco de cierto que me aburren. Sin embargo
esta biografía me ha atrapado. Me ha atrapado porque nos cuenta un
viaje vital, una búsqueda de la verdad interna en la monotonía de
un solo tema: el surf. Sí, solo habla de olas, de olas y de olas.
También habla de tablas de surf, de acantilados y de olas, muchas
olas: grandes y pequeñas, como un edificio o de medio cuerpo; igual
que de tablas, de 10’ o de 7,8’, no importa, de tablas; y de
viajes: por Bali, Nueva Zelanda, Australia, Sudáfrica, Fiji, Hawaii,
Nueva York o California. Y de olas, muchas olas, mucha marejada,
mucha cresta y rompiente. Pero esta aventura vital, este homo viator
no en búsqueda del bien común, no, sino en búsqueda del yo, de la
ilusión y la adrenalina de dejarse ser en el Universo, de ser uno
con el todo, ese viaje, digo, es fascinante. Su monotonía es un
mantra, sus más de quinientas páginas son un bálsamo para solo
leer, un día tras otro, leer ensimismado, sin pensar en nada, sin
preocuparse por la trama ni la vida real del autor. Eso es lo que me
ha ofrecido.
Yo
había ido hasta allí para aprender, pero no solo unas cuantas
cositas sobre lugares y pueblos remotos. Yo quería aprender nuevas
formas de ser. Quería cambiar, quería sentirme menos alienado
existencialmente, quería sentirme —como suele decirse— más a
gusto en mi propia piel y también más a gusto en el mundo…
A
veces me entraba un ataque de pánico cuando pensaba que estaba
echando a perder mi juventud vagando sin rumbo por la cara oculta de
la luna, al mismo tiempo que mis viejos amigos, mis compañeros de
clase y mis iguales estaban construyendo sus vidas y sus carreras y
se hacían adultos en América. De algún modo yo siempre había
querido ser una persona útil: trabajar, escribir, dar clases, hacer
grandes cosas. ¿Y qué había sido de aquellos sueños? Vale, me
había sentido obligado, casi impelido, a emprender un largo viaje
surfero. Pero ¿era necesario que durase tanto tiempo?
Y
las olas están en el mar y en los océanos, en la majestuosidad sin
límites de las inmensidades; es como con el fuego, lo miras y te
hipnotiza, y te hipnotiza porque dejas de pensar y te fundes con un
todo intangible, así se siente el autor.
El
océano se parecía mucho a un dios que no se preocupaba de nadie: un
poder infinitamente peligroso, más allá de todo límite.
En
cierta manera es un religión, una obsesión que rige la vida, es una
religión laica, un deseo de venerar a las fuerzas incontrolables del
universo.
California
Street era una larga playa de guijarros y, a mis diez años, las olas
que rompían sobre su lecho me parecían llegar desde un taller
celestial, como si sus rutilantes labios y sus lomos afilados
hubieran sido esculpidos por los mismísimos ángeles del océano..
Lo
que en verdad podría haber preocupado a mi padre en cuanto a mi
afición al surf era la clase de obsesión -siempre antisocial y
maniática- que venía aparejada con una dedicación tan intensa.
El
libro lo podemos encontrar en Libros del Asteroide, y
aquí os dejo datos de vuestro interés.
Nº
de páginas: 560 págs.
Encuadernación:
Tapa blanda
Editorial:
LIBROS DEL ASTEROIDE
Lengua:
CASTELLANO
ISBN:
9788416213887
Años
salvajes nos habla de una obsesión, la de William Finnegan con el
surf. Finnegan comenzó a hacer surf de pequeño en Hawái y
California. En los años setenta, tras finalizar sus estudios
universitarios, su pasión le llevó a dejarlo todo y emprender un
viaje iniciático por Samoa, Indonesia, Fiyi, Java, Australia y
Sudáfrica.
Este
precario y singular viaje, por tierras cada vez más salvajes, y en
el que varias veces estuvo al borde de la muerte, terminó llevándolo
de vuelta a su país, donde se convertiría en un reconocido escritor
y corresponsal de guerra. En Estados Unidos, pese a su nuevo trabajo,
su pasión por las olas se mantiene intacta: continúa su búsqueda
de la ola perfecta -la más grande, la más rápida, la más
peligrosa- en San Francisco, la Costa Este o Madeira. Una búsqueda
incesante que es, también, la del sentido de su existencia.
Galardonado
con el premio Pulitzer 2016 y el Euskadi de Plata 2017, Años
salvajes es una fascinante historia de aventuras y una autobiografía
literaria de primerísimo nivel. Es, además, y sin ningún género
de dudas, el mejor libro sobre surf que se haya escrito nunca.
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