Siempre he querido explicar el olor que respiramos en las localidades de playa, esa mezcla entre alga fermentada o, según como se mire, recién cortada, como en un campo donde se siega el cereal y el olor a hierba lo invade todo; aquí, en el Mediterráneo, no huele a siega, huele a alga podrida, si quieres verlo así, y si te acercas al puerto, a gasoil, a redes, a pescado, a madera rancia, y todo ello es parte integrante de mi vida, de la que me gusta, como el del olor a siega de los prados, pero este me pilla más lejos, en otro sitio de la memoria y esta, la memoria, es la que configura el recuerdo que soy capaz de ubicar en muchas de las localidades de este mar que me somete: en Estambul, en Venecia, en Roma, en Génova, en Mónaco, Marsella, Mallorca o Benidorm y, por supuesto, en Dénia. Sí, el olor de las barcas en Estambul, del puerto, es igual que el del puerto de Dénia, igual, y de eso nos habla Chirbes, de un espacio compartido y configurado multidimensionalmente, pero que conserva rasgos comunes de la memoria que lo hacen único e identificable.
Estoy con Chirbes, hacemos una ruta literaria en la UNED, y me gusta repasar las lecturas y conocer al autor, entenderlo en todas sus dimensiones, por eso repaso este libro que se acerca a la orilla del mar a través de "el viajero" personificación del observador interesado que, sin embargo, es parte importante de un paisaje tan reconocible. Los diferentes puertos son uno, en realidad, que se acerca la orilla de este mar ancestral en que nace la civilización.
Viví en Marruecos durante algún tiempo, y allí, en un país de hombres que escriben de derecha a izquierda, los naranjos de Sidi Silimán me devolvían reflejos de los de Tavernes y Alzira...Luego me enteré de que, si se parecían tanto, era porque habían sido plantados precisamente por gente de esa tierra, que es la mía: gente que escribe de izquierda a derecha. Y, por aquella misma época, me perdía en las callejuelas de Fez en un laberinto de olores y arquitecturas en el que ya me había perdido, al recorrer, treinta años antes, losazucacs de la Ciutat Vella de Valencia con sus mercancías expuestas en las aceras. Claro que los azucacs mantienen el trazado de la primitiva medina musulmana: dos escrituras superpuestas, arropadas por la gramática que ordena la multitud de mediterráneos incluidos en el mismo mar.
Viví en Marruecos durante algún tiempo, y allí, en un país de hombres que escriben de derecha a izquierda, los naranjos de Sidi Silimán me devolvían reflejos de los de Tavernes y Alzira...Luego me enteré de que, si se parecían tanto, era porque habían sido plantados precisamente por gente de esa tierra, que es la mía: gente que escribe de izquierda a derecha. Y, por aquella misma época, me perdía en las callejuelas de Fez en un laberinto de olores y arquitecturas en el que ya me había perdido, al recorrer, treinta años antes, losazucacs de la Ciutat Vella de Valencia con sus mercancías expuestas en las aceras. Claro que los azucacs mantienen el trazado de la primitiva medina musulmana: dos escrituras superpuestas, arropadas por la gramática que ordena la multitud de mediterráneos incluidos en el mismo mar.
Es un libro de fragmentos, "cruzado por caminos que hay que aprender" y recordar, caminos de la memoria que han de amoldarse a la experiencia viajera, a la actualidad de los espacios que fueron aprendidos, de "cómo viajar es leer mejor unas páginas que ya se habían leído" en otros tiempos.
El recuerdo llega desde dentro hacia fuera para configurar el espacio.
la intrascendencia de una playa a la que, por entonces, cuando yo era un niño, se asomaron los primeros turistas; el ruido de las llantas de las ruedas de los carros que, al amanecer, se dirigían en caravana hacia las plantaciones de arroz.
El autor reconoce ese viaje inverso, "tuve que volver a recurrir a Braudel para que me sirviera como guía en un viaje inverso al que él mismo había llevado a cabo" un viaje de apertura del ojo cosmológico, ¡qué gran libro de Miller sobre Grecia! Este espacio de dentro a afuera configura la ficción a partir de un recorrido de la memoria intuida e íntima, ancestral, que focaliza en el mar el encuentro con todos los rincones del mundo.
Llegamos a Creta, al mundo antiguo reconfigurado por el turismo que está presente en la obra, un espacio mágico que nos lleva a un mundo que algunos hemos conocido. Aparecen, pues, elementos propios de otras descripciones de Chirbes: las urbanizaciones, los espacios por urbanizar de Mimoun, el crematorio en que arde la hoguera de las vanidades.
En la costa, se suceden las urbanizaciones blancas que albergaban a los devoradores de sol.
Pero el paisaje es el nuestro, el reconocido, el de siempre de olivos y vides, el nuestro trasformado para satisfacer el gran parque temático que culmina en Benidorm, del que después hablará, un espacio que se enfrenta a una visión romántico de lo que debería ser, pero, ¿cuándo fue?
A lo mejor, al contemplar las plantaciones de olivos en las laderas de las colinas, o las manos de los pescadores que reparaban las redes, esa dulce melancolía que sentía no era nada más que la fascinación ante la permanencia de los saberes milenarios. ¿Y quién duda de la sabiduría de los habitantes de estas orillas que en el final del milenio les sirven comida rápida a los turistas?...Los héroes y atletas de la Antigüedad se han reconvertido en artesanos.
Pero siempre está en sus aguas, en una comunión que nos une como si fuera un cuerpo venoso.
Notó que la noche unía con su manto todos los extremos del mar y entonces fue como si hubiera vuelto a casa, sí, como si estuviera en Dénia otra vez. A su lado, alguien dijo en francés, en medio del sonido de la música disco que atronaba la noche, que Creta era el lugar más hermoso del Mediterráneo, y él afirmó con la cabeza, porque se acordó de que sus amigos de Denia decían lo mismo cuando sonaba la misma música impersonal y estridente y la noche era tan cálida y perfumada como aquella y el mar golpeaba con aquel mismo sonido las rocas, claro que sus amigos no lo decían refiriéndose a Creta, sino a Denia, pero, por eso mismo, tenían también razón.
Notó que la noche unía con su manto todos los extremos del mar y entonces fue como si hubiera vuelto a casa, sí, como si estuviera en Dénia otra vez. A su lado, alguien dijo en francés, en medio del sonido de la música disco que atronaba la noche, que Creta era el lugar más hermoso del Mediterráneo, y él afirmó con la cabeza, porque se acordó de que sus amigos de Denia decían lo mismo cuando sonaba la misma música impersonal y estridente y la noche era tan cálida y perfumada como aquella y el mar golpeaba con aquel mismo sonido las rocas, claro que sus amigos no lo decían refiriéndose a Creta, sino a Denia, pero, por eso mismo, tenían también razón.
Y sigue viajando para llegar a mi Valencia, de la que nunca se ha marchado, a mi mercado central al que todos los años me acerco como en una procesión, a comprar la cena de noche vieja, a comer unas tapas en sus bares y a oler la huerta que es fácilmente accesible desde la ciudad. Valencia es como el sitio al que volver y que aúna muchos otros espacios, muchos pequeños lugares concentrados en uno.
Conocí el Mercado Central de Valencia cuando era un niño, cogido alternativamente de las manos de mi abuela, de mis tías abuelas y de mi madre. Por eso, su espacio bullicioso guarda todavía para mí el color, los olores y esa intocada alegría y malicia de la infancia. Para un niño pueblerino, la opulencia y variedad de productos, la cantidad de puestos, que por entonces desbordaban las escaleras del edificio modernista y prolongaban el mercado en el exterior, continuando la increíble oferta en las covachuelas que hay bajo la tribuna de la iglesia de los Santos Juanes y también en las calles cercanas, los bajos de cuyos edificios estaban apretadamente ocupados por tiendas en las que se vendían salazones, especias, aperos, juguetes, figuritas de Belén, o telas, componían una fascinante cueva de Alí Babá, un abigarrado zoco cuya belleza y variedad de ruidos, colores y olores me llenaban de un aturdimiento que no volvió a capturarme hasta muchos años más tarde en mercados remotos: Fez, Cantón; o Tanjung Pinang, en el archipiélago de las islas Riau, cerca de Singapur. Claro que, mientras que la excitación que me ha invadido en esos lugares alejados ha sido de cegadora extrañeza, en este mercado de Valencia me invita a un reconocimiento, a un siempre aplazado reencuentro con las raíces...Cuando el niño que por entonces era lo conoció, el barrio del mercado todavía constituía el indiscutible centro de la ciudad, hasta donde se filtraba la plenitud de la cercana huerta, el perfume de sus jardines, y también el del mar. Labradores de Alboraia, de Campanar, de Silla, pescadores de anguilas y llisas desembarcadas en el puerto de Sollana, o pescateras que venían con su cargamento de salmonetes,sepionets o tellinas desde los barrios marineros del Cabanyal,Mas el Mediterráneo es inmenso, sus aguas bañan "de Algeciras a Estambul" y allí vuelve una y otra vez. Quien ha estado en Estambul recuerda los olores, no sé si el turista intrépido que no ha vivido en la parte musulmana o ha ido a los hammams turcos, es consciente de esto, pero sus olores son únicos, a especies y dulces, a vida y a pescado asado, a suciedad y a una energía muy antigua que se mantiene orgullosa en el mundo globalizado.
A las cinco de la tarde de un día de mayo, con la vieja estación del Orient Express bañada por el sol allí enfrente, los pescadores ocupaban, como de costumbre, la ribera del Karakoy y voceaban ofreciendo pescados frescos a los caminantes.
Conocí el Mercado Central de Valencia cuando era un niño, cogido alternativamente de las manos de mi abuela, de mis tías abuelas y de mi madre. Por eso, su espacio bullicioso guarda todavía para mí el color, los olores y esa intocada alegría y malicia de la infancia. Para un niño pueblerino, la opulencia y variedad de productos, la cantidad de puestos, que por entonces desbordaban las escaleras del edificio modernista y prolongaban el mercado en el exterior, continuando la increíble oferta en las covachuelas que hay bajo la tribuna de la iglesia de los Santos Juanes y también en las calles cercanas, los bajos de cuyos edificios estaban apretadamente ocupados por tiendas en las que se vendían salazones, especias, aperos, juguetes, figuritas de Belén, o telas, componían una fascinante cueva de Alí Babá, un abigarrado zoco cuya belleza y variedad de ruidos, colores y olores me llenaban de un aturdimiento que no volvió a capturarme hasta muchos años más tarde en mercados remotos: Fez, Cantón; o Tanjung Pinang, en el archipiélago de las islas Riau, cerca de Singapur. Claro que, mientras que la excitación que me ha invadido en esos lugares alejados ha sido de cegadora extrañeza, en este mercado de Valencia me invita a un reconocimiento, a un siempre aplazado reencuentro con las raíces...Cuando el niño que por entonces era lo conoció, el barrio del mercado todavía constituía el indiscutible centro de la ciudad, hasta donde se filtraba la plenitud de la cercana huerta, el perfume de sus jardines, y también el del mar. Labradores de Alboraia, de Campanar, de Silla, pescadores de anguilas y llisas desembarcadas en el puerto de Sollana, o pescateras que venían con su cargamento de salmonetes,sepionets o tellinas desde los barrios marineros del Cabanyal,Mas el Mediterráneo es inmenso, sus aguas bañan "de Algeciras a Estambul" y allí vuelve una y otra vez. Quien ha estado en Estambul recuerda los olores, no sé si el turista intrépido que no ha vivido en la parte musulmana o ha ido a los hammams turcos, es consciente de esto, pero sus olores son únicos, a especies y dulces, a vida y a pescado asado, a suciedad y a una energía muy antigua que se mantiene orgullosa en el mundo globalizado.
A las cinco de la tarde de un día de mayo, con la vieja estación del Orient Express bañada por el sol allí enfrente, los pescadores ocupaban, como de costumbre, la ribera del Karakoy y voceaban ofreciendo pescados frescos a los caminantes.
Y aparece Lyon, como un espejismo en el libro, como un elemento de contraste,
Si, por el contrario, uno llega desde cualquiera de los corazones de Europa, advierte la herida de luz que anuncia la cercana respiración del Mediterráneo, los restos romanos esparcidos por las alturas sobre las que se encarama la ciudad, los estrechos callejones del Vieux Lyon medieval, con la colina de la Croix Rousse (en la que vivieron los obreros del textil, los laboriosos canuts), con sus calles de trazado arbitrario y zigzagueante, con sus muros pintados de colores pastel, y sus recónditos pasadizos o traboules, que recuerdan los callejones de Marsella, Nápoles, Genova o Barcelona; losazucacs de la vieja Valencia y —aún más hoy, que están poblados por emigrantes magrebíes— hasta los de alguna colorista medina del norte de África.
El viajero llega a Génova, luego a Venecia, pero como no es un viaje, son muchos viajes, bueno, es en realidad un viaje, pero fruto de muchos viajes. También llegan los espacios de la memoria de lo que fue, su historia, la situación para el viajero en un mapa de ideas y contrastes.
con su armonía de piedra bicolor, se pierde en una ciudad romántica, contemporánea de los cruzados...En Génova el visitante necesita hundirse en la vieja ciudad.
Y cuando llega a Venecia, ¡cuántas veces os he hablado de Venecia y de Brunetti y de Donna Leon, y de sus canales, y de los turistas, y de la huida de los venecianos! llega en un naufragio interior, porque los nativos tomamos la depresión como naufragio, como el navegante al que le zozobra el barco y se hunde en las aguas que solo pueden ayudarle como catarsis. Así llega la ciudad que está en las guías, en el imaginario colectivo, la que fue dominante y ama de nuestro mar, la que conquistó y dictó, ahora una postal con entrañas de agua.
Dickens, James, Rushkin, Proust, Capote, Mann. Los nombres silbaban entre los dientes de los turistas —nombres de escritores cuyos libros probablemente no habían leído— y se perdían por los callejones de la ciudad y rizaban un instante su asfalto de agua antes de desvanecerse y volver a nacer en otros labios, en las páginas de otras guías.
Por eso uno,
porque, como os he dicho, Venecia es nosotros, el nosotros imaginario, nuestra ciudad onírica, aquella a la que volvemos cuando, supuestamente, queremos ser felices.
Y qué seríamos sin África, sin Fez o Alejandría, sin esas ciudades que se quedaron en su esplendor milenario y que fueron rehaciéndose en una construcción de edades. Alejandría nos recuerda el esplendor y la cultura, la sabiduría y la hermosura, pero también en lo que nos hemos reconvertido, en los paisajes lunares, en las colmenas más o menos agraciadas, en la construcción y destrucción.
El perfil de la costa es un continuo indiferenciable entre lo que se construye y lo que se destruye, entre lo que aún está en obras y lo que amenaza ruina...Materiales ingrávidos, pero resistentes al paso y las transformaciones del tiempo, y que sostienen la arquitectura secreta de esa ciudad que, si tiene algo que enseñarnos, es que los escombros forman parte de las permanencias a orillas del Mediterráneo: queda el ruido de las fichas del dominó al ser golpeadas sobre el mármol de los veladores en un café del barrio marítimo, el gesto de aquellos hombres que las luces subrayaron con brillos de belleza expresionista...El brillo de las escamas bajo el sol deslumbrante de África, las voces y los movimientos de los pescadores que se repiten como en un juego de ecos y espejos en cada rincón del Mediterráneo: Denia, Marsella, Rosas, El Pireo, Alhucemas, Djerba, Estambul, Alejandría...la ciudad de sueños y recuerdos, tan sórdida, pero que suplanta y emborrona una vez más a la real.
Y así aparece El Cairo, antiquísimo, de lo más antiguo que puede visitar el viajero, un espacio lleno de hombres y mujeres que reinventa su pasado.
El Cairo no es una fijación arqueológica. Es una ciudad convulsa, desordenada, y un gran almacén en el que se recoge la espléndida cosecha del Nilo: productos de las afueras de la ciudad, donde las huertas arañan los cimientos de las edificaciones en construcción; de las fértiles tierras de un delta que ha empezado, según dicen, a sufrir los efectos de las recientes y descomunales obras hidráulicas, que ahora retienen en los lechos de los pantanos los limos benefactores que han fertilizado las tierras durante milenios, impidiéndoles además que fluyan hasta el delta, donde frenaban los embates de un mar que, sin esa barrera fangosa, se vuelve agresivo y roe cada invierno tierras de cultivo.
Y estamos en Túnez, porque el lector está donde está el viajero, se transporta a los espacios a través de su letra, de lo escrito, de las imágenes e historias narradas. Todo se parece en su viaje, es como si quisiera encontrar un espacio común que configurara su línea de la memoria, y se encontrara con un espacio reconstruido por los hombres para albergar sueños diferentes a los que fueron.
Dormí cerca de Zarzis, en una urbanización en la que se sucedían los espacios ajardinados y los bungalowsnumerados y pintados de blanco y que me pareció una gigantesca necrópolis junto a un mar que olía dulcemente a algas podridas, el mismo olor que se volvió violento en El Kantara, el paso que une el continente con la isla de Djerba: de nuevo un olor antiguo, que llevaba guardado dentro desde que se apropió de mí en una playa de Denia, y que emergía de aquel inmóvil espejo que se extendía inmenso y luminoso a ambos lados de la carretera como una pesadilla. Por encima del espejo del agua se deslizaban como apariciones algunas barcas somnolientas y, sobre las barcas, hombres que se movían a cámara lenta bajo el sol abrasador...Dicen que Homero puso a vivir en esta isla a los lotófagos, que comían el fruto del olvido, aunque los verdaderos convidados al banquete del olvido hayan tardado dos mil años largos en llegar; esos rebaños de inmensos alemanes, de altivos franceses, que se tienden de espaldas a la belleza y, para no ver, queman sus ojos al sol del mediodía, adoradores del irritante calor de la nada.Para aparecer Dénia, nuestro castillo, sus playas y olores, la ciudad que he ido viendo transformarse a ritmo de excavadoras estos últimos veinticinco años, la ciudad que he visto rehacerse bajo la batuta de gustos discutibles y un hambre incontrolado por el dinero y el mal gusto, por el urbanismo sin control, pero aun así Dénia es recuerdo de mar, de ciudad acogedora, y, para Chirbes, uno de los referentes espaciales de su memoria, porque es uno de los sitios donde uno puede volver a ir. De cierta manera observo en los escritos de Chirbes, que el cemento es un personaje más que se convierte en un antihéroe cotidiano por su poder trasformador en el devenir de nuestras orillas.
Todo aparecía envuelto en el celofán de la luz —que se iba adelgazando, haciéndose más intensa, al mismo tiempo que más frágil— y de los gritos de aquellos hombres enfundados en monos de plástico de colores chillones, que hablaban en una lengua armoniosa, antigua, cuyas palabras prolongaban el hechizo hasta convertir aquella etapa del viaje en una travesía más por el tiempo que por la geografía, como si en esta ocasión no me hubiera trasladado a ningún lugar, sino a cierto espacio remoto y luminoso...Llevaba varios días con esa sensación desazonadora, descubriendo ruinas de los recuerdos entre las edificaciones que los hombres habían ido levantando durante mi ausencia, buscando encontrarme con formas y colores, con olores, sabores y paisajes que vi por primera vez cuarenta años antes y que ahora jugaban conmigo un irritante juego de escondite: parecían entregárseme en una perspectiva, en una mancha de luz, y luego se escapaban, se ocultaban tras un paño de hormigón, bajo una capa de asfalto, hasta que, en una curva de la carretera, se veía de refilón el mar entre los pinos y mi acuerdo con el paisaje parecía recomponerse durante unos instantes, para de nuevo emprender el irritante juego...Se trata de un paisaje atormentado, donde las sierras caen sobre el mar y sólo se abren en las pequeñas dársenas aluviales, o en las calas pedregosas de transparentes aguas, y que parece reunir con precipitación todas las geografías —acantilados, huertas, ciénagas, arenales, colinas, picachos— como en una maqueta en la que lo más agreste se matiza con lo delicado, humanizándose: los peñascos reposan sobre la civilizada armonía de los bancales; en el perfil de los acantilados cortados a pico aún se advierten las escalas de cuerda utilizadas por los pescadores; y la monótona llanura del mar se rompe indefectiblemente con la silueta de alguna embarcación...la rapiña urbanística...Hace treinta años, alguien decidió convertir el frontal de ese puerto en unmuro de cemento y lo mutiló imperdonablemente.
Porque es cierto, el paisaje de la Marina, de Dénia a Benidorm se ha transfigurado aunque podemos reconocerlo si nos ponemos de espaldas al Montgó, o si caminamos unos kilómetros tierra adentro, allí vemos los naranjos, pocos, los olivos, pocos, los almendros, pocos, y en Jesús pobre o Xaló, cepas que resisten a duras penas la presión.
los bancales abandonados a la espera de la llegada de las grúas, los pinares minados por las urbanizaciones, las laderas pedregosas calcinadas por el fuego, las viejas y armónicas casas sustituidas por feos edificios que las ramas desnudas de los plátanos dejaban impúdicamente a la vista, los flamencos de la laguna enjaulados entre los bloques de apartamentos, las máquinas que convertían los pintorescos caminos en carreteras, o que transformaban un bonito y melancólico puerto en un hangar para contenedores, las monótonas colmenas humanas que moteaban las laderas de las montañas y vigilaban el mar desde el lomo de las calas, las casas de campo en ruinas. Pero a pesar de la presión,
Y, en su parcela, vigilados de cerca por los agudos colmillos de las excavadoras, los bienaventurados siguen celebrando cada día el rito de la charla, la ceremonia del punto del arroz y el milagro de un rayo de sol que resbala sobre las escamas de una lubina y sobre la superficie reluciente de un pomelo, al tiempo que el mar frota los cantos de la playa.Por eso aparece Benidorm, la que todos conocemos y la que él conoció, la de otro tiempo, aunque mantiene sus magníficas playas en un modelo de desarrollo vertical particular y alucinado. Benidorm es el sueño de la culminación temática del turista, el descanso y el sol sin límites, es el sueño a nuestro alcance.
La perspectiva tenía una innegable belleza, por más que estuviera alejada de lo intacto, e incluso exhibiera sin pudor el mestizaje de lo natural con lo humano. La luz y la tersura del aire, la tibieza del sol y el verdiazul del mar se prolongaban en la desmesura de la colmena humana y daban pie para que reflexionase acerca de la etiología del hombre en la era posindustrial y de su renovada vocación de mamífero migratorio, hoy encauzada hacia una compulsiva búsqueda estacional de santuarios en los que se celebran cultos heliófilos, de espacios donde se veneran los rayos de sol como fuentes de una vida un poco eterna...
Y no me puedo resistir a poneros este fragmento absolutamente brillante
Los políticos europeos buscan lugares más refinados para su veraneo y apartan la mirada para no ver Benidorm, que, sin embargo, cumple todas las promesas que ellos mismos ofrecen en los programas electorales. A los dirigentes políticos europeos seguramente no les gustan gran cosa sus electores. Benidorm significa llegar al final del viaje en compañía de alguien con quien poder comentar una jugada de fútbol retransmitida por un televisor de pantalla gigante y extraplana (¿no prometen eso los partidos en sus programas?), alcohol y relaciones abundantes y a buen precio, figuritas de Lladró, lámparas cuyo pie es una coloreada paloma o una pareja de falso alabastro que se abraza, figuritas de Lladró, helados de muchos pisos y de un montón de colores, anuncios de neón, locales abiertos hasta tarde al alcance de cualquier bolsillo, porque no penalizan económicamente la nocturnidad como acostumbran a hacerlo en el resto del mundo, tiendas donde venden bolsos, gorras y camisetas multicolores, incluso con la cara de Julio Iglesias, figuritas de Lladró.
La intrascendencia —ese lema de la postmodernidad— ocupa las calles de Benidorm, sus escaparates, sus lugares de encuentro. En Benidorm (y ésa es, probablemente, una de las razones de su atractivo para tanta gente) todo es modesta y exactamente lo que es, nada se adorna con un discurso ideológico que acreciente sus plusvalías, y la más pura intrascendencia se manifiesta con irreprochable impudor y se ofrece a unos precios fuera de competencia, prolongando sin solución de continuidad lo que aparece del otro lado de la pantalla del televisor en gozoso cumplimiento del Estado de bienestar.
¿Cuando habéis estado en Roma no os ha dado la impresión de decadencia perpetua? Son tantos siglos que esto no puede ser, así que tengo la teoría que siempre ha sido así.
El viajero está harto de repetírselo: las ciudades históricas son aquellas en las que se ha detenido la historia.
Por eso el viajero cree que Roma es Roma, sus calles, el abuso al turista, la hacen perpetuamente Roma, pero Roma, città aperta.
ha estado lejos de ser una ciudad embalsamada. Ha sido una ciudad de carne y piel, no de piedra: ciudad de ragazzi de vita de final incierto, de madres posesivas, de amantes que se buscaban entre la intolerancia al resguardo de un vagón apartado en un tren detenido.El libro lo podemos reencontrar en Anagrama, me parece imprescindible, debéis leerlo. Aquí os dejo datos de interés.
ISBN | 978-84-339-7178-4 |
EAN | 9788433971784 |
PVP SIN IVA | 14.42 € |
PVP CON IVA | 15 € |
NÚM. DE PÁGINAS | 168 |
COLECCIÓN | Narrativas hispánicas |
CÓDIGO | NH 440 |
PUBLICACIÓN | 05/09/2008 |
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