viernes, 16 de junio de 2023

Sinsonte, Walter Tevis


Estamos dando vueltas como una peonza a la IA (inteligencia artificial), a la posibilidad de que se pueda procesar la información de una manera vertiginosa e incluir datos de manera ilimitada en los procesos de elección. Así el instrumento puede crear, sí, crear, un poema, una obra de teatro o el guion perfecto. Puede ser que pueda hacer una carta íntima o dar la respuesta adecuada al desconsuelo; incluso determinaría el alcance del alma o los límites de la vida. Esta inteligencia hace lo que hacemos, pero mejor. Claro, los puristas nos dirán que la impronta de la obra artística, ese yo artístico tan etéreo, tan romántico en su constitución, no es algo imitable, pero si no existe el alma, como dicen los modernos, no puede existir esa aura que, como determinaba Lotman, dota de entidad a la obra artística. Un debate cruel. Un debate que no vamos a ganar porque lo enfocamos de manera incorrecta, la nueva inteligencia es antigua y parte de nuestro ingenio, pero acojona. 

La ciencia ficción aborda los límites de lo real, pero en lo real, para transformarlo en lo futuro. Así lo verosímil es lo que nos preocupa porque sabemos que puede pasar. Puede pasar que abandonemos la lectura, puede pasar que las máquinas nos interpreten la realidad, puede que la estadística sustituya a los médicos o ingenieros en su afán por el diagnóstico perfecto. La utopía del hombre que no trabaja, que simplemente vive y es servido por las máquinas, está presente en el ADN del humano, pero aquí va más lejos porque entra en lo ideológico, es decir, en lo político, porque explica el problema de que dejemos de entender el mundo, de tener criterio propio (solo es posible a través de la lectura, del estudio, de conocer la amplitud del todo).  

Una máquina que dirige la Universidad de Nueva York o un hombre que aprende a leer a través del cine mudo, una alegoría cruel del destino. Una máquina que quiere morir, porque si no hay alma, la IA querrá o llegará a las conclusiones transcendentes de los humanos, al anhelo de vivir-morir, de la identidad, del EGO. Por eso nuestro androide se comporta como un hombre, porque en el despojo de lo transcendente, la máquina es un hombre, o, ¿todavía no os habéis enterado? 

El deterioro de lo humano es algo tan obvio que parece ridículo, lo interesante de esta ciencia ficción es la visión, la alerta, la reflexión. 

 

El menos brillante de los dos era el rector. Se llamaba Carpenter y llevaba un traje de synlon marrón y unas sandalias que se caían a trozos, y la panza y la carne de los costados del cuerpo le temblaban visiblemente bajo la tela ceñida cuando caminaba. Se hallaba de pie junto a la gran mesa de teca de Spofforth, fumando un porro, cuando el robot entró y caminó a paso vivo en su dirección. 

 

La lectura y la escritura desaparecen por inútiles, por eso el sistema educativo es ridículo en un mundo en absoluta decadencia controlado por robots, así se destruye lo humano, convirtiéndolos en esclavos de la abulia. 

 

Se inclinó hacia delante, las grandes manos apoyadas en las rodillas, mirándome fijamente. Su mirada era un poco aterradora, pero no la evité. 

  • Leer es algo muy íntimo -dijo-. Te acerca demasiado a las emociones y a las ideas de los demás. Te altera y te confunde. 

 

Es interesante la exposición de la teoría que consiste en que cuanto más nos adentramos en la individualidad, más lejos estamos de los otros y, en consecuencia, más propensos somos a que sintamos invadida nuestra intimidad. Por lo tanto, anuncia la legión de ofendiditos por cualquier causa y el mantra suicida del derecho a la felicidad. 

 

¿Pero de qué me sirve la individualidad? ¿Y se trata de algo de veras sagrado, o me lo enseñaron así porque, simplemente, alguien programo a los robots que me daban clase para que lo dijeran? 

 

El libro es inteligente, bien planteado porque muestra a la humanidad en sus contradicciones y en por qué tiende a la decadencia. Frente a otras épocas históricas en que el desánimo cundió entre los hombres, la interconexión, la inmediatez, crean estadios psíquicos globales que influyen de manera determinante. El libro anuncia, como la buena ciencia ficción, no establece otros mundos, sino una distopía que recrea el que puede ser un mundo decadente sin niños, de un individualismo exacerbado y reactivo. 

 

Cerca del anochecer cruzamos el inmenso desierto, oxidado y viejo puente hacia la isla de Manhattan; ya había luces encendidas en algunas de las pequeñas casas de permoplástico a lo largo del Riverside Drive. Las aceras estaban vacías, salvo por algún que otro robot empujando un carrito de mercancía para alguna tienda automática de la Quinta Avenida, o por una cuadrilla de limpieza que retiraba basura. Vi a una anciana en la acera, en Park Avenue; estaba gorda, llevaba un vestido gris informe y sostenía un ramo de flores. 

 

En impedimenta. 

 

 

ENCUADERNACIÓN 13x20cm con sobrecubierta 

ISBN 978-84-18668-37-1 

PÁGINAS 352 

PRECIO 23,95 € 

COLECCIÓN Impedimenta 

Han pasado cientos de años y la Tierra se ha convertido en un planeta sombrío y distópico en el que los robots trabajan y al ser humano solo le queda languidecer, arrullado por la dicha electrónica y la felicidad narcótica. En semejante mundo sin arte, sin lectura y sin niños, la gente opta por quemarse viva para no soportar la realidad. Y es en este escenario donde Spofforth, la máquina más perfecta jamás creada, un androide de duración ilimitada que ha vivido siglos y que en la actualidad es decano de la Universidad de Nueva York, acaricia su máximo anhelo: poder morir. El único problema está en que su programación le impide suicidarse. Hasta que en su vida se cruzan dos personajes: Paul Bentley, un humano que ha aprendido a leer tras descubrir una colección de viejas películas mudas; y Mary Lou, una rebelde cuya mayor afición consiste en pasar horas y horas en el zoo de Brooklyn admirando a las serpientes autómatas. Pronto, Paul y Mary, como dos modernos Adán y Eva bíblicos, crearán su propio paraíso en medio de la desolación. 

 
 

 

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