jueves, 11 de agosto de 2022

Los vencejos, Fernando Aramburu

 

No son buenos tiempos, aunque la presión mediática nos diga que son los mejores. No sé si es por el calor, por mis inseguridades, porque la inteligencia recrea las imágenes y las transforma, pero lo cierto es que cierto abatimiento interior hace que vea las cosas con una perspectiva oscura. Descubro, no me apesadumbra, que cuando paso a la reivindicación del yo choco con los egos de los otros, en realidad me doy cuenta de que suelo importar más bien poco, no espero menos de los hombres, mas no por ello me deja de sorprender. Cuando me doy a los demás, suele ser siempre, servicial y con ese carácter estupendo que se puede enseñar en un escaparate, todo me funciona a la perfección, todos me adoran, me quieren, me aprecian, pero en las marismas del dolor, en la manifestación del pesar, no hay sorpresa, tomo conciencia de lo que en realidad hay. No es cuestión de seguir martirizándose por ello, me digo, al fin y al cabo no hay obligaciones, pero es significativo cómo los demás te perciben mejor cuando no eres reivindicativo, cuando eres ese pozo ilusorio que escucha, que asiente, que mece los amores propios. Ayer, o antes de ayer, no recuerdo, le decía, vehemente, a mi madre que no se engañara, que nosotros dos no hemos nacido para ser satisfechos, sino para satisfacer, que la alternativa es compleja y que hay demasiados entrecruzamientos como para tomar las de Villadiego. Mi madre no me contradijo, lo sabe, lo sé desde los doce años, sé que si quiero amigos, vida social, debo ser de cierta manera y, por supuesto, no esperar nada. Tú, mamá, desde los cincuenta, tardaste más, pero aceptaste tu destino sin ti misma. Es lo que hay, es lo que somos, lo que nos hace así de especiales, lo eres, lo soy. No, no son buenos tiempos, aun así, eso no significa que mi ojo interior no pueda ver con claridad absoluta qué ocurre, ahí entra la literatura y mi vida interior, vamos, la normalidad.

No nos engañemos, a pesar de todo no soy pesimista, soy contradictorio, soy nada, es decir, un hombre. Por eso el libro que hoy os traigo está tan relacionado con todo lo que digo. Sinopsis rápida: Toni decide suicidarse en un año a partir de que comienza un diario en el que plasmará lo que pasa cada uno de los trescientos sesenta y cinco días del mismo. La crítica ha dicho que al libro le sobran páginas. No, no le sobran. No, no es autoficción. No, no es un diario. No, no es un testimonio. Es una novela con forma de diario en que varios personajes son vividos desde la perspectiva del personaje. No, tampoco es un antihéroe. No, tampoco está deprimido. No, tampoco es nada. Solo un hombre que, en formato coloquial, se cuenta a sí mismo, se analiza, se intenta comprender, se contradice y narra diferentes aspectos de la vida y de lo que fue su vida, como si de una trama normal de una historia se tratase. El libro, pues, no me ha parecido pesado, ni ligero, sus setecientas páginas y pico son las que el autor ha necesitado para desarrollar la personalidad del personaje, para mostrar sus contradicciones, su dolor, sus alegrías, sus miedos, para hacer lo que debe hacer, crear algo verosímil, algo real. Se le puede achacar, tal vez, que la lengua utilizada es, en muchas ocasiones, informal, poco literaria, pero es que su forma es de diario, no de diario literario.

El libro facilita pensamientos que ayudan al lector a replantearse sus principios. Son múltiples los temas: el ser, el suicidio, las ideologías. Son complejas, pienso, las políticas de las identidades porque conllevan soluciones de restricción. No es posible prohibir todo, pero la paradoja es que en el lema prohibido prohibir está el germen de prohibir para proteger en esa constante del estado de controlar el pensamiento, las emociones y el ser, no dejando margen a la individualidad.


El péndulo de la historia hace lo único que sabe: ir de un extremo al otro, y en este caso le toca volver hacia el lado de los códigos restrictivos, la censura y las represalias. Mi amigo escupe juicios acalorados por las salas del museo; época de repliegue, auge del puritanismo, malos tiempos para la incorrección política y para la creatividad. Esto último me lo suelta delante del famoso cuadro de la niña que enseña la braguita. Qué suerte haberlo contemplado, dice, antes que lo retiren de la circulación.


La inteligencia es devastadora porque es capaz de ver la realidad desargumentada, desnuda. Es cierto que el ego se alimenta de vanidades, de a prioris, prejuicios. El yo es un constructo, pero no lo es en exclusiva de lo racional que configura la percepción de la realidad, también lo es de lo irracional y de lo cotidiano, sin embargo, el hecho de prever, anticiparse, resolver, analizar sin descanso produce un efecto de extrañeza y, paradójicamente, anormalidad porque nada encaja como debiera hacerlo porque en la dificultad de vivir radica el hecho de vivir y aceptarlo en su simplicidad. Es de una complejidad absoluta.


«Me arrepiento de todo». Le pido que hable en serio. Dice que más en serio no puede hablar. De todo lo vivido no salva nada. Si por él fuera volvería al punto de partida dispuesto a recorrer su trayectoria biográfica desde la cuna hasta la hora actual con la cautela de un jugador de ajedrez, meditando largamente cada paso. Esta actitud reposa en la pretensión (¿la esperanza?) de que a existencia consista en el resultado directo de la voluntad. Yo soy lo que a cada instante decido ser y no el peón de un proyecto o de una ideología. Se me hace a mí que el ejercicio incesante de la libertad ha de obrar en el individuo efectos devastadores. La libertad, así entendida es trabajosa, es agotadora, es un tumor; obliga a estar en guardia as veinticuatro horas del día y a soportar cantidades ingentes de soledad en medio de los otros. Sea como fuere, hay que estudiar mucho para ser libre y yo intuyo que ese filtro lo pasan pocos, porque no pueden, porque no saben, porque no quieren.


Si bien el desencadenante de la novela es el suicidio, el diario se desarrolla, como he dicho, más como una novela. El suicidio es un arma para acabar con el cansancio o el aburrimiento o de miedo a asumir las consecuencias de los hechos; estoy educado en una moral católica donde la vida es sagrada y solo Dios puede disponer. Todo lo que no entre en el dogma se convierte en relativismo moral, sin embargo, no puedo juzgar al suicidio, así como no pienso que el mundo se pierda algo con la muerte. Somos casi siete mil millones, la verdad es que el mundo no pierde mucho más allá de un ego distorsionado.


Discrepo de algunas afirmaciones que arroja Sherwin B Nuland contra el suicidio. Me he sentido incluso atacado en las escasas páginas de su libro que se ocupan de esta forma inmemorial de morir. Lamentar que quienes se quitan la vida privan a la sociedad de una posible aportación me parece una chorrada, lo mismo que echar en cara a los suicidas que «corroan poco a poco los extremos del tejido social de nuestra civilización». Esto es naftalina moral.


En Tusquets.


Nº de páginas:704

Editorial:TUSQUETS EDITORES

Idioma:CASTELLANO

ISBN:9788490669983

Año de edición:2021

Plaza de edición:BARCELONA

Fecha de lanzamiento:25/08/2021

Alto:22.5 cm

Ancho:14.8 cm

Grueso:4.5 cm

Peso:956 gr


Toni, un profesor de instituto enfadado con el mundo, decide poner fin a su vida. Meticuloso y sereno, tiene elegida la fecha: dentro de un año. Hasta entonces cada noche redactará, en el piso que comparte con su perra Pepa y una biblioteca de la que se va desprendiendo, una crónica personal, dura y descreída, pero no menos tierna y humorística. Con ella espera descubrir las razones de su radical decisión, desvelar hasta la última partícula de su intimidad, contar su pasado y los muchos asuntos cotidianos de una España políticamente convulsa. Aparecerán, diseccionados con implacable bisturí, sus padres, un hermano al que no soporta, su exmujer Amalia, de la que no logra desconectarse, y su problemático hijo Nikita; pero también su cáustico amigo Patachula. Y una inesperada Águeda. Y en la sucesión de episodios amorosos y familiares de esta adictiva constelación humana, Toni, hombre desorientado empeñado en hacer recuento de sus ruinas, insufla, paradójicamente, una inolvidable lección de vida.

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