En el camino estamos todos, o eso debería ser, el camino que nos
lleva hacia alguna parte o que, por el contrario, nos deja apoltronados en el
sillón. Algunos viajan y buscan en la senda del conocimiento cultural encontrar
partes de ellos que desconocen, es cierto que los hay, sin duda, que el viaje
se lo toman como la visita a un museo, también estático, de lo que pudo haber
sido la civilización visitada, pero los hay que andan, caminan, toman café y
conocen; los decorados son idóneos para el cine; otros simplemente deambulan
por las sendas de la vida, lo hacen de muchas maneras: leen poesía, un par, miran
los árboles de su ciudad o leen los diarios digitales, pocos son los que se
atreven con lo impreso, y concluyen ideologías fantásticas que les encantaría
imponer a los demás, somos tolerantes, lo sabemos; existen, no obstante, los
que agobiados ante la magnitud de sus descubrimientos se enrolan como pasaje con tribus que los distinguen del resto y los hacen seres sublimes, en su visión
universal, y los distinguen de la plebe alucinada por el trabajo. Los
Subterráneos eligen diferenciarse del resto con un sesgo intelectual.
Así Kerouac retrata, con pinceladas, también es cierto, los hípster
de mitad del siglo veinte, los subterráneos que gustan de los conciertos de
jazz (bop), del alcohol y de ciertas actitudes vitales. Aunque en realidad
quiere explicarse a sí mismo, descubrirse en el planeta, ubicarse en su egoísmo
descomunal, como no podríamos esperar otra cosa, pues es fácil identificar a nuestro
personaje, Leo, Kerouac al fin y al cabo, como alguien que está en un camino.
Así que podemos distinguir varios niveles en la novela: el que
refleja un modo de operar: intelectuales, poesía, literatura, jazz, modos de
vida, que describe más o menos acertadamente una visión hacia dentro de un
movimiento, y la verdadera historia, la trama que motiva la novela, que no es
otra que la historia de amor, bueno, de amor amor, tampoco, describe la
relación entre nuestro escritor y una mujer de color exuberante con ese
desequilibrio tan intenso de quienes no pueden comprometerse, ni él ni ella, en esto adelanta posiciones cercanas
al empoderamiento, aunque sospecho que ella tiene carencias afectivas que suple
con el poliamor y con ciertas reminiscencias del amor romántico que se
deconstruye en la descripción de la intimidad que hace Kerouac, agobiado por cierta homosexualidad o por su madre con la que vive.
Así la escritura fluye sin dificultad destilando sexualidad y
egocentrismo, ese yoísmo brillante, “veía cómo era yo en realidad, un
borracho, que se acostaba siempre tarde, que bebía a costa de los demás, que
gritaba: un necio;” que explica la capacidad del ser creador de mirarse en
su propia creación, me fascina. La escritura automática como mecanismo da un
carácter hipnótico a la escritura notable.
Del bar salían montones de personas
interesantes, la noche me producía una honda impresión; una especie de Marión
Brando de pelo oscuro estilo Truman Capote con un hermoso efebo delgado o
muchacha con pantalones de chico y estrellas en los ojos y caderas tan suaves
que cuando se metía las manos en los bolsillos se advertía el cambio, y oscuras
piernas delgadas que terminaban en pies pequeños, y esa cara, y tras ellos un
tipo con otra bella muñeca que se llamaba —el tipo— Rob y es una especie de
soldado de fortuna israelí con acento inglés, de esos que uno, supongo,
encuentra a las cinco de la madrugada en un bar de la Riviera bebiéndose todo
lo que tienen delante de los ojos por orden alfabético…
Como vemos es hipnótico, repito, resulta imposible dejar la lectura y
disfrutar con las imágenes que sabes que son so lo un reflejo de una necesidad
interior de vomitar lo que el cerebro recrea sobre lo real, sintetizando, en un
todo, un pensamiento que se convierte, por literatura, en una historia.
Y es así como, una vez obtenida la esencia de su amor, ahora erijo
grandes construcciones verbales, y de ese modo en realidad lo traiciono,
repitiendo calumnias como quien tiende las sábanas sucias del mundo; y las
suyas, las nuestras, durante los dos meses de nuestro amor (así lo creí) sólo
fueron lavadas una vez, porque ella era una subterránea solitaria que se pasaba
los días abstraída y decidida a llevarlas al lavadero, pero de pronto se
descubre que ya es casi de noche y demasiado tarde, y las sábanas ya están
grises, hermosas para mí porque así son más suaves.
El automatismo fluye infinito recreando y creando la lengua, como
copiando la necesidad de respirar en el jazz, diciendo sin explicar los hechos
profundos de la vida.
del flujo de sonidos fluviales, palabras oscuras, que nos
trasportan al futuro y atestiguan la locura, la vaciedad, el tintineo y el
rugir de mi mente donde, bendito o maldita, cantan los árboles... en un viento
cósmico... el bienestar cree que irá al cielo... una palabra basta para el
cuerdo... «Astuto se volvió Loco», escribió Alien Ginsberg.)
Esta escritura abrupta golpea al lector y lo aturde en la exuberancia
de las palabras que se manifiestan a ritmo de batería sin descanso.
vayamos a visitar a los amigos, se toman medidas, suenan los
teléfonos, la gente va y viene, abrigos, sombreros, afirmaciones, buenas
noticias, atracciones metropolitanas, una ronda de cervezas, otra ronda de
cervezas, la conversación se vuelve más hermosa, más excitada, más acalorada,
otra ronda, suena medianoche, más tarde todavía, las caras felices acaloradas
se vuelven cada vez más salvajes, pronto aparece el amigo tambaleante da
dé ubab bab, caída, humo, borrachera, madrugada, locura que termina con el
dueño del bar, el cual, como un vidente de Eliot, declara £5 hora de
cerrar, de este modo más o menos habíamos llegado al Mask cuando
entró un muchacho llamado Harold Sand
Y así van desfilando los subterrénos con sus
características, con sus iconos con Ginsberg, con Art Blakey, Thelonius Monk,
con Mulligan, todo mezclado en nuestro mundo con la generación beat con
Coltrane, con Parker, con Miles Davis, con nuestros iconos personales, Chet Baker,
Stan Getz, todo un revolutum para el lector amante del jazz, yo mismo, que
intenta descubrir si las armonías marcan el ritmo de la prosa de algún modo,
como os he dicho, la novela no solo habla de amor, es el cansino sino de la
trama, sino de otras cosas que, a mí, me interesan más que la descripción de
sentimientos alimentados por el alcohol o una visión muy ególatra del mundo.
Oímos discos de Gerry Mulligan, fortísimo, de noche, ella escucha y
se come las uñas, moviendo la cabeza lentamente, de un lado a otro, como en
profunda plegaria...
la noche siguiente, en el Red Drum, mientras Art
Blakey aullaba como un demente y Thelonious Monk, sudando, dirigía el bop de
la nueva generación con sus acordes de codo, mirando con ojos de loco a su
banda para que le siguiera, y yo insistía en decirle a Yuri que era «el monje y
el santo del bop», el terso, agudo, modernísimo Jimmy Lowell se
inclina hacia mí y me dice: «Me gustaría acostarme con tu chica» (como en los
viejos tiempos, cuando Leroy y yo nos cambiábamos constantemente de compañera,
de modo que no me escandalizó), «¿No te importa si se lo digo?», y yo le
contesto: «No es ese tipo de muchacha, estoy seguro de que prefiere uno a la
vez, y si se lo preguntas, eso es lo que te dirá, viejo»
Las costumbres relajadas, el sexo sin sacralizar, casi comunitario
y la exposición de otras maneras de ser y sentir en esa América profunda,
conservadora y puritana, como grito de rebeldía ante el ser, me interesan.
le dijo a Adam que había aceptado porque quería tratar de
hacer el amor otra vez con un muchacho negro, para probar, lo que me dio muchos
celos, pero Adam dijo: «Si me dijeran, si le dijeran que estuviste con una
muchacha blanca para ver si podías todavía hacer el amor con una blanca, te
aseguro que se sentiría halagada, Leo»)
Novela imprescindible para conocer una época de la literatura
americana que luego tuvo un peso específico en la crítica y que influyó en
modos de escritura posteriores. La tenemos en editorial Anagrama.
ISBN 978-84-339-2062-1
EAN 9788433920621
PVP SIN
IVA 7.60 €
PVP CON
IVA 7.90 €
NÚM. DE
PÁGINAS 160
COLECCIÓN Compactos
CÓDIGO CM 58
TRADUCCIÓN J. Rodolfo Wilcock
PUBLICACIÓN 18/04/2006
Los subterráneos es una de las mejores novelas de Jack Kerouac; en ella se precisa
su voluntad de llevar a cabo una suerte de autobiografía literaria que será, al
propio tiempo, una crónica legendaria de la generación beat. En efecto, casi
todo es aquí relato autobiográfico, «fraseado» con ese inimitable estilo
sincopado que aprendió escuchando en el Minton’s de Nueva York a los grandes
del bop.
Al igual que Charlie Parker, Kerouac improvisa en torno a un tema,
y escribe de la manera más flexible, adaptándose en cada episodio a las
resonancias que le sugiere el momento. La novela transcurre en San Francisco,
ciudad a la que Kerouac llegó en 1953, antes de alcanzar la fama, y es un
fresco de días y de noches habitadas por el jazz, el alcohol y las drogas,
cabalgando entre la desesperación absoluta y las ilusiones más descabelladas,
al hilo de una estremecedora historia de amor: la del escritor Leo Percepied
(una nueva encarnación de Kerouac) y una muchacha negra, Mardou Fox, «el ángel
negro, desesperado y sombrío, de este mundo subterráneo de Frisco» (Vito
Amoruso).
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