domingo, 18 de noviembre de 2018

Los subterráneos, The Subterraneans, Jack Kerouac



En el camino estamos todos, o eso debería ser, el camino que nos lleva hacia alguna parte o que, por el contrario, nos deja apoltronados en el sillón. Algunos viajan y buscan en la senda del conocimiento cultural encontrar partes de ellos que desconocen, es cierto que los hay, sin duda, que el viaje se lo toman como la visita a un museo, también estático, de lo que pudo haber sido la civilización visitada, pero los hay que andan, caminan, toman café y conocen; los decorados son idóneos para el cine; otros simplemente deambulan por las sendas de la vida, lo hacen de muchas maneras: leen poesía, un par, miran los árboles de su ciudad o leen los diarios digitales, pocos son los que se atreven con lo impreso, y concluyen ideologías fantásticas que les encantaría imponer a los demás, somos tolerantes, lo sabemos; existen, no obstante, los que agobiados ante la magnitud de sus descubrimientos se enrolan como pasaje con tribus que los distinguen del resto y los hacen seres sublimes, en su visión universal, y los distinguen de la plebe alucinada por el trabajo. Los Subterráneos eligen diferenciarse del resto con un sesgo intelectual.

Así Kerouac retrata, con pinceladas, también es cierto, los hípster de mitad del siglo veinte, los subterráneos que gustan de los conciertos de jazz (bop), del alcohol y de ciertas actitudes vitales. Aunque en realidad quiere explicarse a sí mismo, descubrirse en el planeta, ubicarse en su egoísmo descomunal, como no podríamos esperar otra cosa, pues es fácil identificar a nuestro personaje, Leo, Kerouac al fin y al cabo, como alguien que está en un camino.

Así que podemos distinguir varios niveles en la novela: el que refleja un modo de operar: intelectuales, poesía, literatura, jazz, modos de vida, que describe más o menos acertadamente una visión hacia dentro de un movimiento, y la verdadera historia, la trama que motiva la novela, que no es otra que la historia de amor, bueno, de amor amor, tampoco, describe la relación entre nuestro escritor y una mujer de color exuberante con ese desequilibrio tan intenso de quienes no pueden comprometerse, ni él  ni ella, en esto adelanta posiciones cercanas al empoderamiento, aunque sospecho que ella tiene carencias afectivas que suple con el poliamor y con ciertas reminiscencias del amor romántico que se deconstruye en la descripción de la intimidad que hace Kerouac, agobiado por cierta homosexualidad o por su madre con la que vive.



Así la escritura fluye sin dificultad destilando sexualidad y egocentrismo, ese yoísmo brillante, “veía cómo era yo en realidad, un borracho, que se acostaba siempre tarde, que bebía a costa de los demás, que gritaba: un necio;” que explica la capacidad del ser creador de mirarse en su propia creación, me fascina. La escritura automática como mecanismo da un carácter hipnótico a la escritura notable.

Del bar salían montones de personas interesantes, la noche me producía una honda impresión; una especie de Marión Brando de pelo oscuro estilo Truman Capote con un hermoso efebo delgado o muchacha con pantalones de chico y estrellas en los ojos y caderas tan suaves que cuando se metía las manos en los bolsillos se advertía el cambio, y oscuras piernas delgadas que terminaban en pies pequeños, y esa cara, y tras ellos un tipo con otra bella muñeca que se llamaba —el tipo— Rob y es una especie de soldado de fortuna israelí con acento inglés, de esos que uno, supongo, encuentra a las cinco de la madrugada en un bar de la Riviera bebiéndose todo lo que tienen delante de los ojos por orden alfabético

Como vemos es hipnótico, repito,  resulta imposible dejar la lectura y disfrutar con las imágenes que sabes que son so lo un reflejo de una necesidad interior de vomitar lo que el cerebro recrea sobre lo real, sintetizando, en un todo, un pensamiento que se convierte, por literatura, en una historia.

Y es así como, una vez obtenida la esencia de su amor, ahora erijo grandes construcciones verbales, y de ese modo en realidad lo traiciono, repitiendo calumnias como quien tiende las sábanas sucias del mundo; y las suyas, las nuestras, durante los dos meses de nuestro amor (así lo creí) sólo fueron lavadas una vez, porque ella era una subterránea solitaria que se pasaba los días abstraída y decidida a llevarlas al lavadero, pero de pronto se descubre que ya es casi de noche y demasiado tarde, y las sábanas ya están grises, hermosas para mí porque así son más suaves. 

El automatismo fluye infinito recreando y creando la lengua, como copiando la necesidad de respirar en el jazz, diciendo sin explicar los hechos profundos de la vida.

del flujo de sonidos fluviales, palabras oscuras, que nos trasportan al futuro y atestiguan la locura, la vaciedad, el tintineo y el rugir de mi mente donde, bendito o maldita, cantan los árboles... en un viento cósmico... el bienestar cree que irá al cielo... una palabra basta para el cuerdo... «Astuto se volvió Loco», escribió Alien Ginsberg.)

Esta escritura abrupta golpea al lector y lo aturde en la exuberancia de las palabras que se manifiestan a ritmo de batería sin descanso.

vayamos a visitar a los amigos, se toman medidas, suenan los teléfonos, la gente va y viene, abrigos, sombreros, afirmaciones, buenas noticias, atracciones metropolitanas, una ronda de cervezas, otra ronda de cervezas, la conversación se vuelve más hermosa, más excitada, más acalorada, otra ronda, suena medianoche, más tarde todavía, las caras felices acaloradas se vuelven cada vez más salvajes, pronto aparece el amigo tambaleante da dé ubab bab, caída, humo, borrachera, madrugada, locura que termina con el dueño del bar, el cual, como un vidente de Eliot, declara £5 hora de cerrar, de este modo más o menos habíamos llegado al Mask cuando entró un muchacho llamado Harold Sand

Y así van desfilando los subterrénos con sus características, con sus iconos con Ginsberg, con Art Blakey, Thelonius Monk, con Mulligan, todo mezclado en nuestro mundo con la generación beat con Coltrane, con Parker, con Miles Davis, con nuestros iconos personales, Chet Baker, Stan Getz, todo un revolutum para el lector amante del jazz, yo mismo, que intenta descubrir si las armonías marcan el ritmo de la prosa de algún modo, como os he dicho, la novela no solo habla de amor, es el cansino sino de la trama, sino de otras cosas que, a mí, me interesan más que la descripción de sentimientos alimentados por el alcohol o una visión muy ególatra del mundo.

Oímos discos de Gerry Mulligan, fortísimo, de noche, ella escucha y se come las uñas, moviendo la cabeza lentamente, de un lado a otro, como en profunda plegaria...

 la noche siguiente, en el Red Drum, mientras Art Blakey aullaba como un demente y Thelonious Monk, sudando, dirigía el bop de la nueva generación con sus acordes de codo, mirando con ojos de loco a su banda para que le siguiera, y yo insistía en decirle a Yuri que era «el monje y el santo del bop», el terso, agudo, modernísimo Jimmy Lowell se inclina hacia mí y me dice: «Me gustaría acostarme con tu chica» (como en los viejos tiempos, cuando Leroy y yo nos cambiábamos constantemente de compañera, de modo que no me escandalizó), «¿No te importa si se lo digo?», y yo le contesto: «No es ese tipo de muchacha, estoy seguro de que prefiere uno a la vez, y si se lo preguntas, eso es lo que te dirá, viejo»

Las costumbres relajadas, el sexo sin sacralizar, casi comunitario y la exposición de otras maneras de ser y sentir en esa América profunda, conservadora y puritana, como grito de rebeldía ante el ser, me interesan.

 le dijo a Adam que había aceptado porque quería tratar de hacer el amor otra vez con un muchacho negro, para probar, lo que me dio muchos celos, pero Adam dijo: «Si me dijeran, si le dijeran que estuviste con una muchacha blanca para ver si podías todavía hacer el amor con una blanca, te aseguro que se sentiría halagada, Leo»)


Novela imprescindible para conocer una época de la literatura americana que luego tuvo un peso específico en la crítica y que influyó en modos de escritura posteriores. La tenemos en editorial Anagrama.

ISBN 978-84-339-2062-1

EAN  9788433920621

PVP SIN IVA        7.60 €

PVP CON IVA     7.90 €

NÚM. DE PÁGINAS     160

COLECCIÓN       Compactos

CÓDIGO    CM 58

TRADUCCIÓN    J. Rodolfo Wilcock

PUBLICACIÓN    18/04/2006



Los subterráneos es una de las mejores novelas de Jack Kerouac; en ella se precisa su voluntad de llevar a cabo una suerte de autobiografía literaria que será, al propio tiempo, una crónica legendaria de la generación beat. En efecto, casi todo es aquí relato autobiográfico, «fraseado» con ese inimitable estilo sincopado que aprendió escuchando en el Minton’s de Nueva York a los grandes del bop.

Al igual que Charlie Parker, Kerouac improvisa en torno a un tema, y escribe de la manera más flexible, adaptándose en cada episodio a las resonancias que le sugiere el momento. La novela transcurre en San Francisco, ciudad a la que Kerouac llegó en 1953, antes de alcanzar la fama, y es un fresco de días y de noches habitadas por el jazz, el alcohol y las drogas, cabalgando entre la desesperación absoluta y las ilusiones más descabelladas, al hilo de una estremecedora historia de amor: la del escritor Leo Percepied (una nueva encarnación de Kerouac) y una muchacha negra, Mardou Fox, «el ángel negro, desesperado y sombrío, de este mundo subterráneo de Frisco» (Vito Amoruso).

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