miércoles, 7 de noviembre de 2018

La sonrisa al pie de la escala, The Smile at the Foot of the Ladder, Henry Miller

Resultado de imagen de la sonrisa al pie de la escaleraMe gusta pasearme por mi biblioteca virtual a ver si descubro algún libro que me llame, como las sirenas a Ulises, que intente llevarme a la muerte dulce de la imaginación y me haga navegar por procelosas aguas hacia Itaca. La imaginación, siempre ávida, busca incesantemente algo que llevarse a la boca, alimento necesario para el alma en estos tiempos tan reales de fake news, porque lo que necesita el hombre es descubrir el mundo que hay al otro lado del espejo, conocer sus propios límites y fronteras, saltar al vacío oscuro de la mismidad adormecida por tanto estímulo exterior; es ahí donde los libros ocupan un espacio necesario, porque en ellos está ese maná que necesitamos para sentirnos, paradójicamente, vivos.
Henry Miller es uno de mis guardianes de la cordura, es un autor que significó mucho para mí en los momentos iniciáticos del ser lector. Mis padres, cuando iban a Continente (hoy Carrefour) compraban los libros a peso: Bruguera, básicamente, que era algo así como la burguer del Mc Donald, y, claro, además de diferentes libro-paja llegaban a nosotros grandes libros que yo devoraba en casa. Nunca me pusieron una pega para mis lecturas, Franco hacía poco que había fallecido y parecía que el patriarcado, eso nos dicen, debería haberlo controlado todo, sin embargo no fue así, pude leer desde el Don apacible, cortesía de Círculo de lectores, o la edición de Las mil y una noches, pasando por los trópicos de Miller, así, Miller, se instaló como un referente de que la literatura no era solo leer los libros de Los cinco, que me encantaban, o folletines sobre grandes historias de amor, la literatura era una herramienta para cambiarme y cambiar el mundo, para conocer mis límites, como os he dicho, y llegar "hasta el infinito y más allá".
El payaso es un referente imaginario, una contradicción viviente entre el hombre y el actor que debe sacar de nosotros el dolor de vivir a través de su dolor de vivir, y así podernos ver, reflejados en el espejo, sin entrar en él. Dentro del abismo ya está el payaso que deambula por los espacios laberínticos del subconsciente y refleja la torpeza de saberse vivo. Por eso nuestro payaso va más allá de los límites de la apariencia y su trabajo hiperbólico se convierte en metáfora de lo que es, en realidad, acontecer.
Tenía que hacer reír a la gente. No era difícil hacerla llorar, ni hacerla reír; esto lo había descubierto ya hacía tiempo, mucho antes de haber siquiera pensado en incorporarse al circo. Sin embargo, Augusto tenía otras aspiraciones: quería colmar a sus espectadores de un júbilo imperecedero.

Por eso su número es diferente, trascendente, ensimisma al payaso en su plenitud intelectual y trasmite la vibración de haber descubierto la esencia de lo vital.

La escala ascendía verticalmente hacia la luna, una luna clavada más allá de las estrellas, infinitamente remota, pegada como un disco helado a la bóveda celeste. Augusto comenzó a llorar, luego a sollozar. Como un eco, débil, contenido al principio, dilatándose luego, gradualmente, hasta convertirse en un lamento oceánico, llegaron a sus oídos los gemidos y sollozos de la innumerable multitud que lo rodeaba. 

El payaso quiere encontrarse a sí mismo matando su personaje y reencarnándose, en el fondo, en sí mismo, porque igual reinventarse es volver a quienes somos una y otra vez en ese infinito retorno de luchar contra la mismidad y el ego que nos desperfila. Así, reencarnarse en el otro, alienarse, es solo reflejarse, por eso Augusto siendo otro se recuerda a sí mismo, no puede ser diferente a esto, porque no tiene escapatoria: ha explorado los recovecos ocultos del yo.

—No me va a entender, pero se lo explicaré lo mismo. «Porque esta vez quiero ser feliz».
—¿Feliz? No entiendo. ¿Por qué feliz?
—Porque por lo general un payaso sólo es feliz cuando es alguien más, y yo no quiero ser nadie más que yo mismo.
—No entiendo una sola palabra. Escúchame, Augusto…
—Mire —terció Augusto, retorciéndose las manos—, ¿qué es lo que hace reír y llorar a la gente cuando actuamos?
—Pero, viejo, ¿qué tiene que ver todo eso? Esas son preguntas académicas. Hablemos en serio. Atengámonos a la realidad.
—Eso es precisamente lo que acabo de descubrir —dijo Augusto, gravemente—. «¡Realidad!». ¡Esa es la palabra exacta! Ahora sé, al fin, quién soy, qué soy y qué debo hacer.

Relato de Miller que está descatalogado, posiblemente lo podremos encontrar en ediciones digitales o en bibliotecas, os dejo, pues, partye del prólogo donde el autor nos explica sus intenciones.

¡Que nadie piense que resolví la historia! La narré solamente como la sentía, a medida que se me iba revelando de a poco. Es mía y no lo es, al mismo tiempo. Indudablemente, es el cuento más extraño que haya escrito. No es un documento surrealista, en absoluto. El proceso de elaboración puede haber sido surrealista, pero sólo en el sentido en que los surrealistas resucitaron el verdadero método de creación. No, más aún que todas las historias que basé sobre hechos y experiencias, ésta es verdadera. Mi único fin al escribirla ha sido decir la verdad, tal como la siento. Hasta ahora todos mis personajes han sido reales, arrancados a la vida, a mi vida misma. Augusto es único, ya que vino del azul.

1 comentario:

  1. Estos días la van a hacer en Barcelona, en el Teatre Lliure, en la sala pequeña. Parece muy recomendable (abril-mayo 2019).

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