27 junio 2025

La llamada, Leila Guerriero

El lenguaje periodístico tiene una virtud que a menudo se subestima: su capacidad de acercarse al lector con naturalidad, sin artificios. No se trata de restar valor a la literatura tradicional, sino de reconocer que cuando el periodismo se convierte en narrativa —en forma de crónica, reportaje o novela basada en hechos reales—, también puede alcanzar una dimensión artística profunda, aunque menos aparente. Narrar la realidad en un libro de 400 páginas no es una tarea menor; exige precisión, sensibilidad y oficio. Lo que a veces se confunde con simpleza, es en realidad una forma de honestidad narrativa. Claro que no todo lo que publican los periodistas o los personajes públicos bajo el rótulo de “literatura” merece ese nombre; muchas veces es apenas un producto de mercado. Pero conviene no olvidar que la industria editorial, como toda industria cultural, necesita sostenerse, y en esa tensión entre lo que se vende y lo que vale, también se cuelan obras que, sin prometer grandes cifras, aportan profundidad, memoria y verdad.

La Llamada se encuentra en el primer grupo. Leila Guerriero hace un esfuerzo importante de imparcialidad, de búsqueda de fuentes y voces. Se centra en la trama, sí, en su ejercicio como periodista, también, pero es capaz de montar el libro como si se tratase de una novela, de manera inteligente y entretenida. Su capacidad de presentar todas las posibilidades, creo que lo consigue de manera notable.

El libro desarrolla la perspectiva de la víctima, a modo de reportaje extenso con entrevistas y el testimonio brutal que se va manifestando, arranca una verdad sobre lo que ocurrió en la Argentina de los años 70, desgranando acciones, represiones, atentados y relaciones personales en un cóctel que intenta encajar la historia.

 

En su libro Helgoland, Carlo Rovelli, físico teórico italiano, escribe: «[…] no hay relato unívoco de los hechos […]. Hechos relativos a un observador no son hechos relativos al otro. La relatividad de la realidad resplandece aquí totalmente. Las propiedades de un objeto son tales solo con respecto a otro objeto. Por tanto, las propiedades de dos objetos lo son solo con respecto a un tercero. Decir que dos objetos están correlacionados significa enunciar algo que se refiere a un tercer objeto: la correlación se manifiesta cuando los dos objetos correlacionados interactúan ambos con ese tercer objeto». Rovelli no habla de periodismo sino de física cuántica. A pesar de que él mismo advierte, burlón, que «la delicada complejidad de la relación emocional entre nosotros y el universo tiene que ver con las ondas Ψ de la teoría cuántica, tanto como una cantata de Bach con el carburador de mi coche» , arrastro su teoría hasta mi territorio. No siempre, pero sí a veces, con circunstancias tales como día, hora y lugar suprimidas, y detalles como descripción de ropa, gestos y decoración eliminados, a través de piezas desprovistas que colisionan una contra la otra para que de ese choque surja una nueva pieza invisible, sucederá esto: dos objetos correlacionados (no siempre los mismos) interactuarán con el tercer objeto. Que, casi siempre para mal, seré yo.


Es especialmente significativo el título que no resuelvo en el texto, pero que denota la amplitud ideológica, el fanatismo, la realidad de la dictadura. Siempre me pregunto sobre la relatividad de lo humano, sobre el valor de la vida como hecho sustantivo que nos iguala, pero es cierto, esa pregunta me acompaña y el espacio irracional me da explicaciones que mi ser consciente se niega a aceptar.

 

Desde esa llamada de 1977, cada 14 de marzo Jorge Labayru llamó a su hija por teléfono y, si él estaba en Madrid, cenaban juntos. Era una celebración excelsa, el día de la resurrección. Quizás no solo de ella sino de los dos.

 

Además de la barbarie de la tortura y la violación o el asesinato y desaparición, el análisis sobre la ortodoxia revolucionaria me impacta. Principios patriarcales, machistas que hemos visto tantas veces hoy en día, donde la teología del partido no permite la heterodoxia ni la libertad individual en aras de ese indeterminado que es el bien revolucionario, esa ilusión que, evidentemente, es alimentada por los mandarines del mal.

 

A Sara Solarz de Osatinsky, la esposa de uno de los máximos militantes montoneros, Marcos Osatinsky, que estaba en la ESMA, que le habían matado a su marido y a sus dos hijos, un tipo de ahí adentro la violó durante meses y ella en uno de los juicios lo declaró. Se la querían comer porque había mancillado el nombre de Osatinsky. Entonces estos excompañeritos que militan tanto los derechos humanos prefieren que las violaciones queden impunes antes que este tema tan escabroso salga a la luz. Ellos mismos no las entienden como violaciones.

 

En Anagrama.

 

ISBN 978-84-339-2206-9

EAN 9788433922069

PVP CON IVA     21.9 €

NÚM. DE PÁGINAS    432

COLECCIÓN      Narrativas hispánicas

CÓDIGO   NH 726

PUBLICACIÓN  17/01/2024

A fines de los sesenta, con trece años, la argentina Silvia Labayru era una adolescente tímida, lectora, amante de los animales, entusiasta de John F. Kennedy, hija de una familia de militares que incluía a su padre, miembro de la Fuerza Aérea y piloto civil. A esa edad ingresó en el Colegio Nacional Buenos Aires, una institución pública de gran prestigio, donde entró en contacto con agrupaciones estudiantiles de izquierda y se transformó en una militante aguerrida. En marzo de 1976 se produjo en la Argentina un golpe de Estado que dio comienzo a una dictadura militar. Para entonces, embarazada de cinco meses y con veinte años, Labayru integraba el sector de Inteligencia de la organización Montoneros, un grupo armado de extracción peronista. El 29 de diciembre de 1976 fue secuestrada por militares y trasladada a la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada, donde funcionaba un centro de detención clandestino en el cual se torturó y asesinó a miles de personas. Allí tuvo a su hija que, una semana más tarde, fue entregada a los abuelos paternos. En la ESMA, Labayru fue torturada, obligada a realizar trabajo esclavo, violada reiteradamente por un oficial y forzada a representar el papel de hermana de Alfredo Astiz, un miembro de la Armada que se había infiltrado en la organización Madres de Plaza de Mayo, un operativo que terminó con tres Madres y dos monjas francesas desaparecidas. La liberaron en junio de 1978 y en el avión rumbo a Madrid, junto a su hija de un año y medio, pensó: «Se acabó el infierno». Pero el infierno no había terminado. Los argentinos en el exilio la repudiaron, acusándola de traidora a raíz de la desaparición de las Madres. Abominada por quienes habían sido sus compañeros de militancia, arropada por unos pocos amigos fieles exiliados en Europa, hizo una vida. Hasta que en 2018 la contactó desde Buenos Aires un hombre que había sido su pareja en los años setenta y, en una secuencia en la que se funden manipulaciones familiares que torcieron el destino, comenzó a urdirse una historia que continúa hasta hoy.

La periodista Leila Guerriero comenzó a entrevistarla en 2021, mientras se esperaba la sentencia del primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos contra mujeres secuestradas durante la dictadura, en el que Labayru era denunciante. A lo largo de casi dos años, habló con sus amigos, sus exparejas, su pareja actual, sus hijos y sus compañeros de cautiverio y de militancia. El resultado es el retrato de una mujer con una historia compleja en la que se amalgaman el amor, el sexo, la violencia, el humor, los hijos, los padres, la infidelidad, la política, los amigos, las mudanzas, y en la que sobrevuela una llamada telefónica que, realizada desde la ESMA el 14 de marzo de 1977, le salvó la vida.

 

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