lunes, 12 de diciembre de 2022

Las partículas elementales, Les Particules élémentaires, Michel Houellebecq

 


Me interesan mucho las novelas en las que se reflexiona sobe el final de una época. Es importante estar atento a lo que dicen los escritores, su intuición va más allá de otros, son capaces de ver la luz donde los demás solo observamos el ojo del huracán. Cuando una civilización decae, no lo hace de la mañana a la noche, hay signos, pequeños cambios que contribuirán a que haya, en algún momento, una sustitución, un nacimiento de algo nuevo. Siempre hay alago nuevo, por eso los escritores no solo intentan descubrir los elementos que hacen que algo vaya muriendo, sino que son capaces de imaginar qué vendrá después, cómo tendrá lugar el nuevo nacimiento.

Houllebecq bucea por entre los síntomas que le hacen pensar que el modelo burgués occidental está agotado, cuáles han sido sus señales, cómo se ha desarrollado la decadencia y hacia dónde vamos. El libro habla de la historia de dos hermanos víctimas del individualismo imparable en que entró Francia en los años sesenta, esa reivindicación materialista del yo, que entraba en confrontación con diferentes ideas que sustentaban el armazón social de la nación. Él se centra en los temas más sociales, en el resultado alegórico que se manifiesta en la vida disruptiva de ambos personajes: uno abusado, abandonado, sin amor, se refugia en la pornografía que deriva en un sexo sin amor, que no puede sentir; el otro busca espacio en el intelecto, en la mismidad abstraída y en la búsqueda de un nuevo paradigma. El sexo, pues, toma un espacio central en el desarrollo argumental de la novela porque es un elemento sacrosanto que ha sustituido el vacío del hombre moderno. Así, la tesis de que un hombre sin religión no tiene presente, adquiere significado cuando somos capaces de entender que ha habido una sustitución del hecho religioso por elementos puramente materialistas como el sexo; es posible que al lector le produzca rechazo su tratamiento, el hecho de romper con el tabú como norma que se establece en los marcos represivos del cristianismo, por ejemplo, que el sexo se convierta en una práctica sin complejos afectivos, mera expresión del individualismo, alejado del hecho social afectivo que se le ha atribuido por parte de los diferentes credos, golpea con fuerza la necesidad de santificarlo. Freud me abrió los ojos hace muchos años cuando leí El malestar en la cultura donde intentaba abrirnos los ojos sobre cómo la contención en favor de la cultura social ha reprimido los instintos individuales. Esa reflexión sobre el tabú me hizo entender la vida de manera diferente a otras personas, para lo bueno y lo malo.


En cuanto se produce una mutación metafísica, se desarrolla sin encontrar resistencia hasta sus últimas consecuencias. Barre sin ni siquiera prestarles atención los sistemas económicos y políticos, los juicios estéticos, las jerarquías sociales. No hay fuerza humana que pueda interrumpir su curso…, salvo la aparición de una nueva mutación metafísica.


Pero el autor no se queda en la mera anécdota, en esa pornografía entendida como una obscenidad que nos muestra el tabú como elemento cotidiano, va más allá porque entiende que un hombre nuevo ha de nacer, pero paradójicamente, ha de hacerlo sin los instintos que lo llevarán, una y otra vez, al cambio.

La revisión cultural me parece pertinente y es brillante porque no se pasa al eufemismo. Su obsesión con desentrañar las claves del ocaso de occidente es notable e intenta dar las claves de un mundo sin Dios, pero plagado de dioses paganos. Utiliza la misma técnica que el best seller: la aportación de información enciclopédica. Sin embargo, su finalidad es diferente, ya que pretende construir espacios de conocimiento relacionados con el nuevo ser supremos que es la ciencia.


La mitad de la década de los setenta estuvo marcada, en Francia, por el éxito escandaloso de El fantasma del paraíso, La naranja mecánica y Los rompepelotas: tres películas completamente diferentes, cuyo común éxito dejó clara la pertinencia comercial de una cultura “joven”, esencialmente basada en el sexo y la violencia, que iba a seguir ganando importancia en el mercado durante las décadas posteriores. Los treintañeros enriquecidos de los años sesenta, por su parte, se vieron perfectamente reflejados en Emmanuelle, que se estrenó en 1974; al proponer cómo entretenerse a base de lugares exóticos y fantasías, la película de Just Jaeckin fue con toda justicia, en el seno de una cultura que seguía siendo profundamente judeocristiana, un manifiesto a favor de la civilización del ocio.


La sexualidad rompe cualquier paradigma occidental o conceptos como el pudor, prudencia o norma, y eso está en la línea de algunos temas tratados en el libro de Freud, lo que crea en el lector, por mucha actitud relativista que tenga, un profundo movimiento de sus principios que le obliga a abrir la mente a pesar de sus prejuicios. La dificultad de la lectura es una intención consciente del autor para mostrar la profunda decadencia que va eclosionando en los años setenta del siglo pasado.


Además”, añadió Jane (estaban atravesando un bosque de pinos), “allí podrás conocer chicas de tu edad. Mientras estabas con nosotros, a todos nos ha dado la impresión de que tienes problemas sexuales.” Añadió que la forma occidental de vivir la sexualidad estaba completamente desviada y pervertida. En muchas sociedades primitivas la iniciación ocurría naturalmente, al principio de la adolescencia, bajo el control de los adultos de la tribu. “Yo soy tu madre”, precisó. No añadió que ella misma había iniciado a David, el hijo de Di Meola, en 1963.


En sus descripciones de la belleza siempre hay un toque decadente, el relativismo moral, cierto desencanto ético se confabulan con la sordidez de un sexo sin amor, anodino, que domina la pasión enfermiza como si fuera una simple necesidad animal. Las escenas de sexo pudieran recordarnos a Bukowski, pero no es su intención, la sordidez tiene una finalidad sobre el lector, sobre su concepción ideológica y es hablarnos de la decadencia, la caída y el abismo de la existencia, la imposibilidad del deseo en la vorágine del  individualismo.


La caravana de Christiane estaba a unos cincuenta metros de la tienda de Bruno. Ella encendió la luz al entrar, sacó una botella de Bushmills y llenó dos vasos. Era delgada, más baja que Bruno, y debía de haber sido muy bonita; pero los rasgos de su cara delicada estaban marchitos y tenía algunas rojeces. Solo la melena seguía siendo espléndida, sedosa y negra. La mirada de sus ojos azules era dulce, un poco triste. Tendría unos cuarenta años.


La familia y las relaciones de pareja aparecen como las grandes sacrificadas del anhelo de individualidad de la posmodernidad. A través de los personajes se muestra la ruptura de lo tradicional y el abismo a que está abocado el yo.


Michel renunció a la visita anual en 1990; pero todavía quedaba Bruno. Las relaciones familiares duran algunos años, a veces algunos decenios, de hecho duran mucho más tiempo que las demás; y al final también mueren.


La literatura arranca de la palabra y se materializa en el argumento. El autor trabaja su análisis de los cambios en occidente a través del asombro de las contradicciones de los hermanos y usa la filosofía para conseguir que el lector entienda las dificultades a las que se enfrenta el hombre moderno.


En sí, el deseo, al contrario que el placer, es fuente de sufrimiento, odio e infelicidad. Esto lo sabían y enseñaban todos los filósofos: no solo los budistas o los cristianos, sino todos los filósofos dignos de tal nombre. La solución de los utopistas, de Platón a Huxley pasando por Fourier, consiste en extinguir el deseo y el sufrimiento que provoca preconizando su inmediata satisfacción. En el extremo opuesto, la sociedad erótico-publicitaria en la que vivimos se empeña en organizar el deseo, en aumentar el deseo en proporciones inauditas, mientras mantiene la satisfacción en el ámbito privado. Para que la sociedad funcione, para que continúe la competencia, el deseo tiene que crecer, extenderse y devorar la vida de los hombres. Michel se secó la frente, agotado; no había tocado el plato.


La encontramos en Anagrama.


ISBN 978-84-339-6895-1

EAN 9788433968951

PVP CON IVA 17.00 €

NÚM. DE PÁGINAS 328

COLECCIÓN Panorama de narrativas

CÓDIGO EB 390

TRADUCCIÓN Encarna Gómez Castejón

PUBLICACIÓN 01/10/1999

OTRAS EDICIONES Compactos (CM 299)

Compactos 50 (CM50 41)

Houellebecq pasó del total anonimato al centro de debate público cuando, en 1994, su novela Ampliación del campo de batalla se convirtió en uno de los libros más vendidos del año gracias, simplemente, al boca a boca. Los no pocos enemigos que sembró entonces su humor sombrío, su implacable mal genio, esperaban en silencio su rápido declive. Houellebecq, una vez más, les sacó la lengua: Las partículas elementales fue el máximo fenómeno editorial francés de 1998, y la crítica se deshizo en elogios para este nuevo Aldous Huxley -el de Un mundo feliz- o para esta nueva versión de La montaña mágica de Thomas Mann, autores con los que fue comparado. La clave acaso hay que buscarla en uno de los poemas que Houellebecq publicó cuando aún no era nadie: «Toda sociedad tiene sus puntos débiles, sus llagas. Meted el dedo en la llaga y apretad bien fuerte (...) Hablad de la muerte y del olvido (...) Sed abyectos: seréis verdaderos.»

En Las partículas elementales toma forma definitiva el ataque frontal contra los protagonistas del 68, muchos de los cuales dominan hoy, desde todos los poderes -político, económico, periodístico- el destino de Francia. La novela narra el improbable nudo que unirá los destinos de dos hermanastros: Michel, prestigioso investigador en biología, especie de monje científico que a los cuarenta años ha renunciado a su sexualidad y sólo pasea para ir hasta el supermercado; y Bruno, también cuarentón, profesor de literatura, obsesionado por el sexo, consumidor de pornografía, misógino, racista, un virtuoso del resentimiento. Encarnación consumada, en fin, de una sociedad en que la velocidad del placer no deja tiempo al nacimiento del deseo. Ambos han sido abandonados por una madre que prefirió una comunidad hippie en California a cualquier otro empeño.

El humor de Houellebecq está más cerca de la risa desesperada que del fugacísimo regocijo del chiste. La novela, ambientada en el estricto presente, sucede como si las más pesadillescas parábolas de Kafka ya se hubieran hecho realidad, sin que nadie se haya dado cuenta.

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