Pasa
el tiempo y nos va poniendo viejos. Si no viejos, cansados de hacer,
erráticos en un mundo que nos aliena, extrañados de respirar por
unas calles idénticas de espacios idénticos. La lectura, refugio
reivindicado, también necesita de descanso y mi aliento se centra en
vivir, pero muchas cosas parecen iguales siendo distintas. Así que
vuelvo aquí, como un peregrino buscando sentido a esos espacios que
conozco, pero en los que necesito encontrar nuevos estímulos para
sentirme vivo. Vivimos, tal vez, demasiado, imaginemos una
inmortalidad absurda de múltiples vidas reinventadas, el hastío, es
posible, la dejación en el tiempo de nuestras vidas, es muy
probable, nos devoraría en un nuevo cuerpo perfecto, con un
horizonte plano, muertas, tal vez, las ilusiones.
Así
que intento rerutinarme, tomar libros que he leído este año y sobre
los que no había escrito. Reviso, veo que mis notas están intactas,
intento recordarlos y observo, sin alarma, que no perviven en mi
memoria. Algún estudioso avezado, en su rutina, me reclamaría
amablemente que releyera, me preguntaría, yo mismo entonces ¿el
qué? Porque esa es la calve, releer para qué si no recordamos lo
esencial, porque si hubiéramos recobrado el pulso con ese libro en
concreto, quedaría en nosotros el pulso de una eternidad sólida y
coherente, no la desidia de la rutina lectora.
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Trama
nupcial, trío amoroso bien escrito, una mujer en el centro de los
deseos, una novela construida sobre las tramas, sobre las
reflexiones. Me gustó Middlesex, algo recuerdo del personaje
a caballo entre dos géneros y sexos, su narrativa. Pero no recuerdo
mucho de esta aventura americana de un amor en fases.
Recuerdo,
por ejemplo, que la leí con gusto, de una manera sencilla, me
entretuve; recuerdo que hubo momentos en que disfruté. Así que,
aunque es vaga la historia, sé que tuve ciertas sensaciones
agradables. Eso debería bastar para decir qué pensamos de un libro,
o ¿no?
Como
parte de la trama se desarrolla en ambientes universitarios y,
además, la lengua aparece, da lugar a reflexiones que me han hecho
divertirme. Esta en particular es muy significativa.
Ello
arrojaba un gran contingente de estudiantes que elegían Lengua sin
ninguna motivación concreta. Porque su hemisferio izquierdo del
cerebro no estaba lo bastante dotado para la ciencia; porque la
historia era demasiado árida, la filosofía demasiado difícil, la
geología demasiado encaminada al campo del petróleo y las
matemáticas demasiado matemáticas; o porque no estaban motivados
por la música, el arte, las finanzas, o porque en realidad no eran
lo bastante inteligentes.
Por
ejemplo la descripción de la clase de semiótica, hay cierta
obsesión intelectual por esta disciplina, es entrañable, al igual
que las discusiones sobre la intención del autor o la configuración
de la verosimilitud, hechos sobre los que he escrito mucho en este
blog, porque “Los libros
no tratan de la ‘ vida real’. Los libros tratan de otros libros.”
Así parece que el lector es imprescindible, pensemos, ¿existirían
los libros si no pudiéramos leerlos, como muertos en un cementerio,
encerrados en sus cajas? Es imprescindible porque interpretamos y el
libro no solo es un texto, es mucho más, pero al final, creo, este
se configura independientemente del autor: da lo mismo que este
pasara hambre, llore o intente suicidarse, es o fueron hechos,
cierto, pero la trama queda como algo en sí mismo reentendida y
reinterpretada por cada uno de los que podamos, o no hacerlo; esto,
sin embargo, no significa que no veneremos a los escritores, a ellos
sí que los venero, pero me siguen sin interesar las personas.
Como
lectora, no estaba interesada en la figura del lector. Seguía
sintiendo debilidad por aquella entidad cada día más eclipsada: el
escritor. Madaleine tenía el presentimiento de que la mayoría de
los teóricos de la semiótica no habían tenido muchos amigos de
niños; de que con frecuencia se les había hecho poco caso o habían
sido víctimas de matones, de forma que habían dirigido su rabia aún
viva contra la literatura. Querían degradar al autor. Querían que
un libro - esa
cosa obtenida con tanto esfuerzo, tan trascendente - fuera un texto,
algo contingente, indeterminado y abierto a las sugerencias. Querían
que el lector fuera lo más importante. Porque ellos eran lectores.
Como
sabéis uno de los temas quemás me interesan es el canon, por eso
todas las reflexiones sobre ello las recojo en “Un canon
particular” porque sigo pensando que hay libros que merecen ser
leídos y compartidos y otros, incluso, disfrutados por toda la
comunidad.
Era
perfectamente consciente de que ciertos escritores, un día canónicos
(siempre varones, siempre blancos), habían caído en desgracia.
Hemingway era misógino, homófobo, homosexual reprimido, matador de
animales salvajes. Mitchell pensó que aquél era un buen ejemplo de
cómo a veces se juzgaba a las personas con trazos demasiado gruesos.
O
este otro fragmento que pone en valor a escritoras que ya casi todo
el mundo ha olvidado.
Sonaba
a algo que Santa Teresa – que lo escribió quinientos años atrás
– había experimentado, algo tan real como el jardín que podía
verse desde la ventana de su convento de Ávila.
Pero
no todo se circunscribe a la lingüística, hay otro tipo de
reflexiones que me han interesado mucho (anotación para el lector/a;
es imprescindible anotar un libro cuando lo leéis, si yo lo hubiera
hecho, de este me quedaría un vago recuerdo del autor, algo de la
trama y nada de los pensamientos que en él se esconden)
Toda
forma institucionalizada de las religiones occidentales va dirigida a
decir a las mujeres que son inferiores, impuras, subordinadas al
hombre. Y si tú te crees cualquiera de esas cosas, no sé qué
decir, la verdad.
Y,
sin embargo, no os cuento ni escribo nada de la trama. ¿Por qué
será? Lo podemos encontrar en Anagrama.
ISBN 978-84-339-7858-5
EAN 9788433978585
PVP 23.90 €
NÚM. DE PÁGINAS544
Estamos a principios de los años ochenta del siglo pasado. Madeleine
Hanna, una romántica incurable que está escribiendo su tesis sobre el amor en
Jane Austen y George Eliot. También ella se convertirá en protagonista de una
historia de amor apasionada, dolorosa e intensa. Porque en su vida aparecerán
dos hombres muy diferentes. Leonard Bankhead, solitario, carismático y
brillante estudiante de ciencias, y Mitchell Grammaticus, estudiante de
teología atormentado por las dudas. Una vez finalizada la universidad, el
triángulo se mantendrá, obligándoles a enfrentarse con el final de la juventud
y a reflexionar sobre el sentido último de la vida y la verdadera naturaleza
del amor.
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