lunes, 24 de enero de 2022

Huaco retrato, Gabriela Wiener

 

La afirmación de que lo personal es político o lo privado es político implica que todo es político, que no hay ningún ámbito que se escape de las estructuras de poder. En este planteamiento la literatura o es política o no es literatura; en la ortodoxia marxista no sería más que un entretenimiento pequeño burgués que sacraliza las estructuras sociales preestablecidas. Es interesante porque despoja a la literatura de lo único que la hace atractiva, es decir, de transformar la realidad en dimensiones que llamaremos “literarias” o con “literaturidad” donde predomina la función estética. Los argumentos son juegos de la imaginación que verifican los sueños o las dimensiones ficcionales que existen en los recónditos caminos del alma, de los sueños o los deseos. No significa, ni mucho menos, que lo real no pueda ser interpretado por la literatura, para nada, pero la literatura es algo más amplio. El pensamiento woke contamina todo con lo político, con una ortodoxia puritana que se nutre de las reivindicaciones victimizadas de personas que buscan una reparación histórica a sus supuestos males. Así los movimientos racializados estarían dentro de este pensamiento que implica, en cualquier caso, la revisión histórica, por lo tanto política, desde la perspectiva de la ideología dominante lo que implica, en muchos casos, la culpabilización y la política de la cancelación (burda imitación censora de la Santa inquisición. Es conocida la afición de los movimientos dogmáticos por la eliminación de los pensamientos heréticos). Es fascinante la utilización argumental de los diferentes tipos de falacias que consiguen que cualquier español sea culpable de la conquista de América: España conquistó América. En España viven españoles. Luego los españoles (atención a la ironía: españoles entendidos como todos y cada uno de los españoles –imagino que no las españolas-) son culpables de los excesos cometidos en el siglo XVI; más divertido todavía: los aborígenes americanos habitaban América; los descendientes de los españoles (imagino que de un porcentaje inferior al 1% de los españoles de los siglos XVI y XVII) se hicieron criollos; en el siglo XIX se consigue la independencia de Perú; como gobiernan los criollos; los desmanes contra los aborígenes (racializados se llaman ahora, como si hubiera razas humanas, qué cruz) los siguen haciendo los españoles. El todo generalizador contra la mayoría de nosotros, descendientes de trabajadores ajenos a la historia, a los procesos políticos y no os digo a la conquista, es un pensamiento totalitario y acrítico que podríamos ampliar a otros campos del pensamiento dogmático. La restitución y el perdón para las iglesias, porque implica culpa, pecado, ergo, puro puritanismo. Pero no me hagáis mucho caso, siempre he sido un hereje.

A “Descolonizando mi deseo” solo pueden entrar personas migrantes y racializadas, por eso se presenta como “espacio no mixto”. No es grupo para blancos. Este quizá sea el único lugar en e lmundo en el que ser pareja de una mujer blanca y delgada no es prestigioso sino malrollero. Aquí Roci, aunque sea lesbiana, no es bienvenida. Aquí se mira con sospecha a la blanquitud por convicción, como una performance viva, para revertir la mirada cruel de siglos sobre nuestros cuerpos.

 

El libro que os traigo se nutre de la corriente de pensamiento predominante, trabaja sin descanso los estereotipos y las verdades axiomáticos que nutren la ideología, en el mejor sentido marxista, por supuesto. Así el libro, que está bien escrito, bascula entre una crónica del expolio, un trabajo biográfico sobre la memoria y una autobiografía que ahonda en las contradicciones de la autora (para mí lo más literario a pesar de ser lo más político). El libro parte de la excusa de indagar el origen de la familia Wiener, a la que pertenece la autora y si es descendiente del expoliador, explorador, arqueólogo Charles Wiener. A mí me pareció una idea francamente interesante, pero se desvirtúa a lo largo del libro porque no llega a pasar de la anécdota, no motiva ni es desencadenante real de la acción de la memoria o del presente que se presenta como autobiográfico. Esta memoria personal que indaga en la afectividad sexual y en la contradicción del deseo transita por ámbitos literarios, pero cae, una y otra vez, en los discursos dominantes que pecan, a mi parecer, de axiomáticos, por lo que pierden interés.

 

Mi madre ideó su propio mito sobre el origen de nuestra pequeña familia, la que formábamos mis padres, mi hermana y yo. Según ella esa leyenda está escrita en la naturaleza y en los mapas fluviales; hay un punto en la geografía del mundo, al sur de Perú, en la que un afluente del río Bravo se cruza con el río Wiener y su convergencia azarosa da como resultado el río Salud. Es muy difícil llevar una existencia tóxica con semejante profecía. Pero no imposible.

 

Así, la restitución y la memoria, la cancelación y el pensamiento woke, los derechos ancestrales y la expoliación de la identidad de un pueblo; la apropiación cultural sin responsabilidad del oprimido ni del devenir histórico de la nación, derivan en la búsqueda del culpable, del violador. Nosotros no somos quienes fueron los nuestros ni tenemos culpa del presente de otros países. Es un tema extraordinariamente complejo que la autora centra en un museo (estoy en parte de acuerdo con su tesis) como cementerio desmemoriado sin un sentido actual. Que los frisos del Partenón deben estar en el Partenón, sin duda, pero es posible, solo posible, que sin gran parte de la expoliación habrían desaparecido en manos privadas cientos de miles de piezas. El debate no es simple, por eso no me gusta simplificarlo.

 

Lo más extraño de estar sola aquí, en París, en la sala de un museo etnográfico, casi debajo de la Torre Eiffel, es pensar que todas esas figurillas que se parecen a mí fueron arrancadas del patrimonio cultural de mi país por un hombre del que llevo el apellido.

 

Entiendo la búsqueda de la identidad que conlleva la culpabilización del otro como si el uno no hubiera construido una identidad histórica, como si la opresión fuera una losa de quinientos años, como si los países americanos no llevaran doscientos años de andadura independiente. Aceptar la responsabilidad es más difícil que victimizarse buscando la restitución.

 

La imagen de un rostro indígena tan realista que asomarnos a verlo es para muchos como mirarnos en el espejo roto de los siglos.

 

Una parte importante del libro es la explicación del deseo manifestado en el poliamor y en nuevas sexualidades. La autora describe el recorrido de su sexualidad y el equilibrio de su realidad afectiva buscando las razones que la configuran como la persona que es.

 

En Madrid me espera todo aquello con lo que he soñado desde siempre; el trío, el poliamor, el amor de una mujer, el de un hombre, mi hija, una vida de escritora. Un plan cerrado, sin fisuras. Pero mientras más disidente me presumo, más instalada en el establishment me encuentro. Mientras más predico la sinceridad amorosa con los otros dos, más les miento.

 

Lo más interesante de este pensamiento totalizador es su unidireccionalidad. Los estereotipos son solo para hombres, blancos, europeos y demás calaña, porque se nutre del mito del buen salvaje, de la bondad intrínseca del supuesto indígena y de la maldad del yo colonizador-violador. Los huacos, como los llama la autora, son prístinos, puros y libres de prejuicios. Es una verdad universal.

 

Pobre, estoy convencida de que no quería ofenderme, solo ha visto que soy sudaca y para ella todas las sudacas limpiamos casas. Así es el estereotipo. Pero cómo juzgarla. Vivió una dictadura, fue educada para complacer a otros, al a sombra de un marido, en un mundo masculino, reproduciéndose hasta que el cuerpo aguante, en una sociedad ultracatolica y castrante para las mujeres.

 

En Random House


Colección LITERATURA RANDOM HOUSE

Páginas 176

Target de edad Adultos

Tipo de encuadernación Tapa blanda con solapas

Idioma ES

Fecha de publicación 07-10-2021

Autor Gabriela Wiener

Editorial LITERATURA RANDOM HOUSE

Un huaco retrato es una pieza de cerámica prehispánica que buscaba representar los rostros indígenas con la mayor precisión posible. Se dice que capturaba el alma de las personas, un registro que ha sobrevivido oculto en el espejo roto de los siglos.

Estamos en 1878, y el explorador judío-austriaco Charles Wiener se prepara para ser reconocido por la comunidad académica en la Exposición Universal de París, una gran feria de "progresos tecnológicos" que cuenta entre sus atracciones con un zoo humano, culmen del racismo científico y del proyecto imperialista europeo. Wiener ha estado cerca de descubrir Machu Picchu, ha escrito un libro sobre el Perú, se ha llevado cerca de cuatro mil huacos y también un niño.

Ciento cincuenta años después, la protagonista de esta historia recorre el museo que acoge la colección Wiener para reconocerse en los rostros de los huacos que su tatarabuelo expolió. Sin más equipaje que la pérdida ni otro mapa que sus heridas abiertas, las íntimas y las históricas, persigue las huellas del patriarca familiar y las de la bastardía de su propia estirpe -que es la de muchos-, la búsqueda identitaria de nuestro tiempo: un archipiélago de abandonos, celos, culpas, racismo, vestigios fantasmales ocultos en las familias y la deconstrucción de un deseo tercamente anclado en un pensamiento colonial. Hay temblor y resistencia en estas páginas escritas con el aliento de quien recoge los pedazos de algo que se rompió hace tiempo, esperando que todo vuelva a encajar.

 

 

 

 

 

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Debido a algún comentario improcedente que no respeta ni al autor del blog ni a los participantes del mismo, me veo obligado a moderar los comentarios. Disculpa las molestias.