viernes, 31 de diciembre de 2021

El Huerto de Emerson, Luis Landero

 

Llegamos a final de año, de este año, no de otro, del año de nuestras vidas, qué triste, del que hemos vivido como si fuéramos conejos y luego halcones, tal vez ni lo uno ni lo otro, solo personas que quieren respirar, que quieren y desean, hombres y mujeres que necesitan aire y ver a otras personas. Pero la información se desata sobre nosotros sin misericordia, agolpada en olas, como las del virus, sin control, siendo sistemáticamente controlada, todo una contradicción; mis amigos dicen que esperan que la mediocridad vacua de los políticos sea la responsable, pero hay intereses, miedos, incapacidades y, sobre todo, postmodernidad. Pero no quiero pensar más en ello, no lo deseo, vengo a hablaros de mi aniversario, vengo a celebrarme entre los hombres, a reivindicarme en el silencio asombroso de las redes, sí, vengo como un vocero de sobremesa a cantar las alegrías de mi literatura, a cantar con vosotros mi espíritu lector, a transmitiros mis impresiones, mis momentos de pasión, soy un bardo con la voz ronca que celebra vidas, ficciones y personajes que se agolpan en mi mente, pero que tienen, increíble, cabida en mi memoria, todos: tramas encubiertas de imposibilidades para escribir, escrituras sin tramas, buenos y malos. Cuatrocientos cincuenta libros, sí, cientos de historias, de momentos agradables, de decepciones, de reflexiones sobre la vida, sobre mí mismo. Leía a una persona que invitaba a leer sin importar la cantidad, desde luego no es mi reto (para eso todos sabéis exactamente cuáles son los libros que deberíais escoger) ni mucho menos, yo leo pausadamente, llevo varios libros a un tiempo: novelas, cuentos y siempre alguno de relatos (he acabado con los de Pearlman y estoy con los de Joy Williams), suelo posponer la lectura de los que me invitan a reflexionar o con los que gozo de una manera que vosotros sabréis interpretar, puedo estar meses porque me niego a que se acaben. Este año me han acompañado Cercas, Márkaris, Camilleri, Leon, Bilbao, Marías, O’Brian, Thuy, Mendoza, Vargas Llosa, Țîbuleac, Bukowski, McEwan, Vonnegut, Gornick, Offut, Flagg, Roony, Ugrešic o el que hoy nos acompaña: Landero.

En la entrada anterior intentaba explicar algo tan complejo como es la literaturidad o el hecho por el que un libro es literatura. Debería contener varios ingredientes tales como la capacidad técnica, la destreza argumental, visión poética, pero sobre todas las otras cosas debería tener alma, es decir, debería ser capaz de transmitir al lector y buscar una complicidad que construya la obra de arte, porque debe ser arte, debe tener capacidad estética, capacidad de transformar lo real en ficción independientemente de lo que esté contando, porque la literatura es algo más que simples palabras bien escritas, es mucho más que una gran capacidad técnica, va más lejos de la capacidad de construir tramas o entrelazar vidas de personajes, es otra cosa más que la mera artificiosidad estética: claro, amigos, es capacidad de transformar, repito, de alcanzar el pensamiento y  adentrarse en la dimensión de lo contado. Landero es así, es diferente. Aramburu decía el otro día en su columna del País, en el panegírico sobre Grandes, que esta escritora es el bastión de Tusquets, lo siento, pero tener a Landero es otro nivel. No asombra al mundo con su personalidad, ni la difunde, ni se vanagloria ni juzga como si fuera un nuevo censor a los cuatro vientos; no se prodiga en la prensa, ausencia en los medios de comunicación; sabemos algo, pero no sabemos nada, de hecho cuando nos quiere contar una historia escribe El huerto de Emerson o El guitarrista, el gran teatro del mundo no necesita de otra vanidad más entre sus actores, a los espectadores nos basta con las palabras. Por eso, como me celebro, he querido que sea con él. Me despertó con Juegos de la edad tardía y he acudido fiel a sus diferentes libros como  un peregrino que se gusta de esa imaginación desbordante, de ese lenguaje, en ocasiones anacrónico, antiguo, sin embargo, tan cervantino, tan extraordinariamente fiel a mi amado Alonso Quijano (al que venero), lo quiero a rabiar (como dicen los niños).

La novela no es novela, para qué, el libro es eso, un libro de relatos que se puede leer como uno quiera: no necesita la linealidad de los capítulos porque cada uno de ellos es una inmersión en el mundo de sus recuerdos, es un viaje por él mismo. Rescata lo que pasó, o no, y lo literaturiza, lo convierte por ensalmo en arte, en una maravillosa puesta en escena que gratifica al alma. Cuando un libro es así de bueno, me lo leo con calma, con mucha en realidad; a pesar de que soy un ansias (soy capaz de devorarme cualquier libro en un rato), tengo la asombrosa capacidad de posponer el placer, sí amigas, soy de otra generación, soy capaz de disfrutar con algo más que con lo inmediato: me gusta leer con calma, descubrir cada giro en el lenguaje, cómo construye la trama, por qué es capaz de encontrar ese punto de inflexión para conseguir que esta avance, me gusta mucho, por eso, en ocasiones, leo el siguiente capítulo después de un par de semanas, lo espero con emoción contenida, guardo las sensaciones que me produce como el tesoro que es la buena literatura.

 

Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria.

 

Mas volviendo a la idea origen de esta entrada, no ha sido casualidad que eligiera el autor que he elegido en la entrada cuatrocientos cuarenta y nueve, no, porque quiero ver la diferencia entre estilos y cómo se manifiesta en lo absoluto. Es posible que esté equivocado, pero no todos los autores pueden tener alma, ni todos pueden ser inteligentes, ni asombrosos, ni tener vidas parecidas a las de las películas. Hay autores que hacen de la vida, sencillamente, literatura. Otros inventan otras vidas para aparentar que viven; los hay a quienes no les importa un bledo la historia de sus personajes e incluso hay quienes, ni siquiera, entienden lo que están escribiendo. No importa, aquí tenemos a Landero que nos salva con su memoria porque es tan generoso que nos la ofrece como tributo, nos la deja a ratos para que podamos construirnos la historia de un barquito de papel. Eso es ser grande.

Cada pensamiento me reconforta, me identifico. Consigue que disfrute del gusto por la lectura por su uso preciso de la lengua: es siempre un placer para mis sentidos.

 

Sin saber gran cosa de Homero, de Shakespeare o de Calderón, he hablado mucho de ellos en mis clases, porque si en algo soy bueno de verdad es en crear apariencias y hacer ilusionismo con las palabras. Mientras hablo, parece que sé mucho, pero en cuanto me callo, roto el espejismo, solo quedan mondas, pellejos, desperdicios. Como lacónicamente anotó en su diario Thomas Mann después de asistir a una conferencia de Lukács: «Mientras hablaba, tenía razón».

 

Da lo mismo el fragmento que escoja o la parte del libro en que te encuentres (Tiempo de vendimia, El viento en la vela, Un hombre sin oficio, Donde Pache, El niño y el sabio, Un noviazgo, Iluminaciones, Hombres y mujeres, Plegaria, El Madrid de entonces, El viejo marino, Mar desde el huerto, Cuando éramos tan guapos, Imposturas, Días de invierno) porque su estilo cervantino impregna cada momento con historias y reflexiones que te hacen sonreír con la placidez de un lector experimentado, lo que leer, pues, es bueno, inteligente y rico, sabes que te identifiques o no con él, te ayudará a entender mejor el mundo.

 

Pero también les decía que el arte y e hábito de observar y pensar por cuenta propia no son fáciles ni se dan de balde. Quizá por eso, pocos son los que miran o leen con sus propios ojos  oyen con su propios oídos, y piensan y sienten con su inteligencia y con su corazón. Esa tarea exige lentitud, en un mundo donde todo invita a la velocidad anestesiante y a la fugacidad de las cosas y de las ideas. Exige también soledad y recogimiento.

 

 

Hay fragmentos que, simplemente, son preciosos.

 

Entreverada de sombras cada vez más espesas, la luz se iba apagando aquí y allá, poco a poco, y aquello parecían las luces que al anochecer se apagan a intervalos en los pueblos, hasta que se apaga la última y todo queda a oscuras. Al fin, después de mucho tiempo, acomodados y dormidos los pájaros, los árboles callados, manso el aire, alta la luna, desatado en su canto ya el sapo, cada cosa en su sitio, la noche toda parecía una estampa, un ensueño, tan triste y tan bonito que daban ganas de llorar. Una débil franja de claridad entraba de la calle y recortaba los bultos de los enamorados.

 

El aire de pérdida, de haber dejado atrás algo, se materializa en sus personajes. Autobiografía, es posible, escrita como relatos, como pequeñas novelas en las que desfilan ideas y sentimientos con las que el lector se identifica siempre, así podemos ver reflejado algún aspecto propio en esa literatura y cuando se encuentra pensamos que el escritor es especialmente perspicaz porque, en el fondo, queremos creer que lo escribimos nosotros.

 

Poco tiempo después, como es inevitable, los varones descubrimos también que, en el negocio de la vida, hay además que seducir a una muchacha, cortejarla, bailar con ella a media luz y al son de esa insidiosa y sugerida pornografía sentimental que son los boleros y la música pop, pronunciar palabras que valen siempre, casarse, convertirse en padre, educar y transmitir a los hijos el mandato inmortal y sagrado del pan y del sudor… A menos para mí, ahí concluyó lo que quedaba de mi infancia y comenzó ya para siempre el dolor de su pérdida.

 

La memoria requiere de cierta honradez, de reconocer nuestras debilidades y asumir nuestros temores, aceptar que somos unos impostores, que escribir satisface nuestro ego, pero también implica el dolor de recordar o el miedo a no hacerlo bien. En un libro en que cada capítulo es un baúl de la memoria,  desarrolla diferentes ideas sobre aspectos vitales como el amor, la infancia o el tránsito a la edad adulta.

 

Hay días en que, si pudiera, tacharía todo lo que he escrito hasta hoy.

 

Hay muchos viajes: los espaciales, los del tiempo, los interiores y los que se hacen a través de las literaturas. En realidad todos ellos son interiores porque es la imaginación la que ayuda a proyectar y a visionar las imágenes, son, al fin y al cabo, viajes  siempre excitantes, diversos, porque no solo son a través del tiempo y el espacio, sino a través de personajes que tienen una vida propia en el papel.

 

Pero de todos mis viajes, los que he vivido con más emoción e intensidad, los buenos, los inolvidables, los esenciales, los he hecho con Julio Verne, con Defoe, con Homero, con Stevenson, con Humboldt, con Darwin, con Kapuscinski, son Shackleton y con tantos otros.

 

La lectura es tan agradable, tan cautivadora para el espíritu, que no necesitas las prisas de la satisfacción, lees porque te da la gana, ya que te gusta un párrafo: paras, vuelves a leer, subrayas y disfrutas con lentitud sin la premura de ese tiempo que nos han dicho que se va y no vuelve, sin la urgencia de apurar hasta el último segundo en una prisa desaprovechada.

 

Sí, ella me había inventado, como ocurre siempre en el amor, y yo me asomaba a los espejos y veía allí aquel invento prodigioso de Marta que era yo. Al pasar junto a un árbol, acariciaba con las yemas de los dedos las hojas bajas del otoño. Recibía ofrendas del viento o del anochecer. La luz parpadeante de una hamburguesería, el cálido aliento del metro, el olor presentido de las próximas lluvias. En aquellos tiempos, y en días así, no hubiera cambiado un bolero por la Novena de Beethoven.

 

 

Es tan auténtico que me estremezco viéndome niño devorando libros en la cama. Es el mejor resumen de mi adolescencia que he leído jamás.

 

Pasé de la infancia a la literatura, sin transición. Y es que los primeros encuentros con las cosas son siempre los más extraordinarios y asombrosos, y los que no olvidaremos nunca, porque esas experiencias son ya para siempre.

 

Cada capítulo, pues, evoca porque es un libro desde la memoria que se adentra en el pasado, el suyo, y también en el nuestro. Tal vez  por eso no es autobiografía, tampoco historia ni siquiera ensayo, simplemente es literatura que se deja hacer con juegos del intelecto, que se gusta porque es un libro escrito sin miedos, lleno de honduras y placeres hermosos. Doy gracias por cada página.

 

¡Qué grande es el imperio y qué grande la soledad de estos campos helados! Padre, padre, yo quisiera. Y el padre como y calla. Muerde como muerde el arado en la tierra. Mordiscos laborales, de hondo provecho para el cuerpo y el alma. En algún lugar de la conciencia, se oye por un momento el agua loca de la historia.

 

Tusquets editores.

 

Editorial     Tusquets Editores S.A.

Edición      1ª ed. (03/02/2021)

Páginas     240

Dimensiones      22,5 x 14,8 cm

Idioma       Español

ISBN 9788490668481

ISBN-10    8490668485

Encuadernación Tapa blanda. Con solapas

Un relato memorable sobre lo vivido y lo leído.

Tras el éxito prolongado de Lluvia fina, Luis Landero retoma la memoria y las lecturas de su particular universo personal donde las dejó en El balcón en invierno. Y lo hace en este libro memorable, que vuelve a trenzar de manera magistral los recuerdos del niño en su pueblo de Extremadura, del adolescente recién llegado a Madrid o del joven que empieza a trabajar, con historias y escenas vividas en los libros con la misma pasión y avidez que en el mundo real. En El huerto de Emerson asoman personajes de un tiempo aún reciente, pero que parecen pertenecer a un ya lejano entonces, y tan llenos de vida como Pache y su boliche en medio de la nada, mujeres hiperactivas que sostienen a las familias como la abuela y la tía del narrador, hombres callados que de pronto revelan secretos asombrosos, o novios cándidos como Florentino y Cipriana y su enigmático cortejo al anochecer. A todos ellos Landero los convierte en pares de los protagonistas del Ulises, congéneres de los personajes de las novelas de Kafka o de Stendhal, y en acompañantes de las más brillantes reflexiones sobre escritura y creación en una mezcla única de humor y poesía, de evocación y encanto. Es difícil no sentirse transportado a un relato contado junto al fuego.

 

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