Llegamos a final de año, de este año, no de otro, del año de nuestras vidas, qué triste, del que hemos vivido como si fuéramos conejos y luego halcones, tal vez ni lo uno ni lo otro, solo personas que quieren respirar, que quieren y desean, hombres y mujeres que necesitan aire y ver a otras personas. Pero la información se desata sobre nosotros sin misericordia, agolpada en olas, como las del virus, sin control, siendo sistemáticamente controlada, todo una contradicción; mis amigos dicen que esperan que la mediocridad vacua de los políticos sea la responsable, pero hay intereses, miedos, incapacidades y, sobre todo, postmodernidad. Pero no quiero pensar más en ello, no lo deseo, vengo a hablaros de mi aniversario, vengo a celebrarme entre los hombres, a reivindicarme en el silencio asombroso de las redes, sí, vengo como un vocero de sobremesa a cantar las alegrías de mi literatura, a cantar con vosotros mi espíritu lector, a transmitiros mis impresiones, mis momentos de pasión, soy un bardo con la voz ronca que celebra vidas, ficciones y personajes que se agolpan en mi mente, pero que tienen, increíble, cabida en mi memoria, todos: tramas encubiertas de imposibilidades para escribir, escrituras sin tramas, buenos y malos. Cuatrocientos cincuenta libros, sí, cientos de historias, de momentos agradables, de decepciones, de reflexiones sobre la vida, sobre mí mismo. Leía a una persona que invitaba a leer sin importar la cantidad, desde luego no es mi reto (para eso todos sabéis exactamente cuáles son los libros que deberíais escoger) ni mucho menos, yo leo pausadamente, llevo varios libros a un tiempo: novelas, cuentos y siempre alguno de relatos (he acabado con los de Pearlman y estoy con los de Joy Williams), suelo posponer la lectura de los que me invitan a reflexionar o con los que gozo de una manera que vosotros sabréis interpretar, puedo estar meses porque me niego a que se acaben. Este año me han acompañado Cercas, Márkaris, Camilleri, Leon, Bilbao, Marías, O’Brian, Thuy, Mendoza, Vargas Llosa, Țîbuleac, Bukowski, McEwan, Vonnegut, Gornick, Offut, Flagg, Roony, Ugrešic o el que hoy nos acompaña: Landero.
En
la entrada anterior intentaba explicar algo tan complejo como es la
literaturidad o el hecho por el que un libro es literatura. Debería contener
varios ingredientes tales como la capacidad técnica, la destreza argumental,
visión poética, pero sobre todas las otras cosas debería tener alma, es decir,
debería ser capaz de transmitir al lector y buscar una complicidad que construya
la obra de arte, porque debe ser arte, debe tener capacidad estética, capacidad
de transformar lo real en ficción independientemente de lo que esté contando,
porque la literatura es algo más que simples palabras bien escritas, es mucho
más que una gran capacidad técnica, va más lejos de la capacidad de construir
tramas o entrelazar vidas de personajes, es otra cosa más que la mera
artificiosidad estética: claro, amigos, es capacidad de transformar, repito, de
alcanzar el pensamiento y adentrarse en
la dimensión de lo contado. Landero es así, es diferente. Aramburu
decía el otro día en su columna del País, en el panegírico sobre Grandes, que
esta escritora es el bastión de Tusquets,
lo siento, pero tener a Landero es otro nivel. No asombra al mundo con su
personalidad, ni la difunde, ni se vanagloria ni juzga como si fuera un nuevo
censor a los cuatro vientos; no se prodiga en la prensa, ausencia en los medios
de comunicación; sabemos algo, pero no sabemos nada, de hecho cuando nos quiere
contar una historia escribe El huerto de
Emerson o El guitarrista, el gran
teatro del mundo no necesita de otra vanidad más entre sus actores, a los
espectadores nos basta con las palabras. Por eso, como me celebro, he querido que
sea con él. Me despertó con Juegos de la
edad tardía y he acudido fiel a sus diferentes libros como un peregrino que se gusta de esa imaginación
desbordante, de ese lenguaje, en ocasiones anacrónico, antiguo, sin embargo, tan
cervantino, tan extraordinariamente fiel a mi amado Alonso Quijano (al que
venero), lo quiero a rabiar (como dicen los niños).
La
novela no es novela, para qué, el libro es eso, un libro de relatos que se
puede leer como uno quiera: no necesita la linealidad de los capítulos porque
cada uno de ellos es una inmersión en el mundo de sus recuerdos, es un viaje
por él mismo. Rescata lo que pasó, o no, y lo literaturiza, lo convierte por ensalmo en arte, en una maravillosa
puesta en escena que gratifica al alma. Cuando un libro es así de bueno, me lo
leo con calma, con mucha en realidad; a pesar de que soy un ansias (soy capaz
de devorarme cualquier libro en un rato), tengo la asombrosa capacidad de
posponer el placer, sí amigas, soy de otra generación, soy capaz de disfrutar
con algo más que con lo inmediato: me gusta leer con calma, descubrir cada giro
en el lenguaje, cómo construye la trama, por qué es capaz de encontrar ese
punto de inflexión para conseguir que esta avance, me gusta mucho, por eso, en
ocasiones, leo el siguiente capítulo después de un par de semanas, lo espero
con emoción contenida, guardo las sensaciones que me produce como el tesoro que
es la buena literatura.
Hasta la fantasía tiene su casa en la
memoria.
Mas
volviendo a la idea origen de esta entrada, no ha sido casualidad que eligiera
el autor que he elegido en la entrada cuatrocientos cuarenta y nueve, no,
porque quiero ver la diferencia entre estilos y cómo se manifiesta en lo
absoluto. Es posible que esté equivocado, pero no todos los autores pueden
tener alma, ni todos pueden ser inteligentes, ni asombrosos, ni tener vidas
parecidas a las de las películas. Hay autores que hacen de la vida,
sencillamente, literatura. Otros inventan otras vidas para aparentar que viven;
los hay a quienes no les importa un bledo la historia de sus personajes e
incluso hay quienes, ni siquiera, entienden lo que están escribiendo. No
importa, aquí tenemos a Landero que nos salva con su memoria porque es tan
generoso que nos la ofrece como tributo, nos la deja a ratos para que podamos
construirnos la historia de un barquito de papel. Eso es ser grande.
Cada
pensamiento me reconforta, me identifico. Consigue que disfrute del gusto por
la lectura por su uso preciso de la lengua: es siempre un placer para mis sentidos.
Sin saber gran cosa de Homero, de
Shakespeare o de Calderón, he hablado mucho de ellos en mis clases, porque si
en algo soy bueno de verdad es en crear apariencias y hacer ilusionismo con las
palabras. Mientras hablo, parece que sé mucho, pero en cuanto me callo, roto el
espejismo, solo quedan mondas, pellejos, desperdicios. Como lacónicamente anotó
en su diario Thomas Mann después de asistir a una conferencia de Lukács: «Mientras
hablaba, tenía razón».
Da
lo mismo el fragmento que escoja o la parte del libro en que te encuentres (Tiempo de vendimia, El viento en la vela, Un hombre sin oficio, Donde Pache, El niño y el sabio, Un noviazgo, Iluminaciones, Hombres y mujeres, Plegaria, El Madrid de entonces, El viejo marino, Mar desde el huerto, Cuando éramos tan guapos, Imposturas, Días de invierno)
porque su estilo cervantino impregna cada momento con historias y reflexiones
que te hacen sonreír con la placidez de un lector experimentado, lo que leer,
pues, es bueno, inteligente y rico, sabes que te identifiques o no con él, te
ayudará a entender mejor el mundo.
Pero también les decía que el arte y e
hábito de observar y pensar por cuenta propia no son fáciles ni se dan de
balde. Quizá por eso, pocos son los que miran o leen con sus propios ojos oyen con su propios oídos, y piensan y
sienten con su inteligencia y con su corazón. Esa tarea exige lentitud, en un
mundo donde todo invita a la velocidad anestesiante y a la fugacidad de las
cosas y de las ideas. Exige también soledad y recogimiento.
Hay fragmentos
que, simplemente, son preciosos.
Entreverada de sombras cada vez más
espesas, la luz se iba apagando aquí y allá, poco a poco, y aquello parecían
las luces que al anochecer se apagan a intervalos en los pueblos, hasta que se
apaga la última y todo queda a oscuras. Al fin, después de mucho tiempo,
acomodados y dormidos los pájaros, los árboles callados, manso el aire, alta la
luna, desatado en su canto ya el sapo, cada cosa en su sitio, la noche toda
parecía una estampa, un ensueño, tan triste y tan bonito que daban ganas de
llorar. Una débil franja de claridad entraba de la calle y recortaba los bultos
de los enamorados.
El
aire de pérdida, de haber dejado atrás algo, se materializa en sus personajes.
Autobiografía, es posible, escrita como relatos, como pequeñas novelas en las
que desfilan ideas y sentimientos con las que el lector se identifica siempre,
así podemos ver reflejado algún aspecto propio en esa literatura y cuando se
encuentra pensamos que el escritor es especialmente perspicaz porque, en el
fondo, queremos creer que lo escribimos nosotros.
Poco tiempo después, como es inevitable,
los varones descubrimos también que, en el negocio de la vida, hay además que
seducir a una muchacha, cortejarla, bailar con ella a media luz y al son de esa
insidiosa y sugerida pornografía sentimental que son los boleros y la música
pop, pronunciar palabras que valen siempre, casarse, convertirse en padre,
educar y transmitir a los hijos el mandato inmortal y sagrado del pan y del
sudor… A menos para mí, ahí concluyó lo que quedaba de mi infancia y comenzó ya
para siempre el dolor de su pérdida.
La
memoria requiere de cierta honradez, de reconocer nuestras debilidades y asumir
nuestros temores, aceptar que somos unos impostores, que escribir satisface
nuestro ego, pero también implica el dolor de recordar o el miedo a no hacerlo
bien. En un libro en que cada capítulo es un baúl de la memoria, desarrolla diferentes ideas sobre aspectos
vitales como el amor, la infancia o el tránsito a la edad adulta.
Hay días en que, si pudiera, tacharía
todo lo que he escrito hasta hoy.
Hay
muchos viajes: los espaciales, los del tiempo, los interiores y los que se
hacen a través de las literaturas. En realidad todos ellos son interiores
porque es la imaginación la que ayuda a proyectar y a visionar las imágenes, son,
al fin y al cabo, viajes siempre excitantes,
diversos, porque no solo son a través del tiempo y el espacio, sino a través de
personajes que tienen una vida propia en el papel.
Pero de todos mis viajes, los que he
vivido con más emoción e intensidad, los buenos, los inolvidables, los
esenciales, los he hecho con Julio Verne, con Defoe, con Homero, con Stevenson,
con Humboldt, con Darwin, con Kapuscinski, son Shackleton y con tantos otros.
La
lectura es tan agradable, tan cautivadora para el espíritu, que no necesitas
las prisas de la satisfacción, lees porque te da la gana, ya que te gusta un
párrafo: paras, vuelves a leer, subrayas y disfrutas con lentitud sin la
premura de ese tiempo que nos han dicho que se va y no vuelve, sin la urgencia
de apurar hasta el último segundo en una prisa desaprovechada.
Sí, ella me había inventado, como ocurre
siempre en el amor, y yo me asomaba a los espejos y veía allí aquel invento
prodigioso de Marta que era yo. Al pasar junto a un árbol, acariciaba con las
yemas de los dedos las hojas bajas del otoño. Recibía ofrendas del viento o del
anochecer. La luz parpadeante de una hamburguesería, el cálido aliento del
metro, el olor presentido de las próximas lluvias. En aquellos tiempos, y en
días así, no hubiera cambiado un bolero por la Novena de Beethoven.
Es tan
auténtico que me estremezco viéndome niño devorando libros en la cama. Es el
mejor resumen de mi adolescencia que he leído jamás.
Pasé de la infancia a la literatura, sin
transición. Y es que los primeros encuentros con las cosas son siempre los más
extraordinarios y asombrosos, y los que no olvidaremos nunca, porque esas
experiencias son ya para siempre.
Cada
capítulo, pues, evoca porque es un libro desde la memoria que se adentra en el
pasado, el suyo, y también en el nuestro. Tal vez por eso no es autobiografía, tampoco historia
ni siquiera ensayo, simplemente es literatura que se deja hacer con juegos del
intelecto, que se gusta porque es un libro escrito sin miedos, lleno de
honduras y placeres hermosos. Doy gracias por cada página.
¡Qué grande es el imperio y qué grande la
soledad de estos campos helados! Padre, padre, yo quisiera. Y el padre como y
calla. Muerde como muerde el arado en la tierra. Mordiscos laborales, de hondo
provecho para el cuerpo y el alma. En algún lugar de la conciencia, se oye por
un momento el agua loca de la historia.
Tusquets
editores.
Editorial Tusquets Editores S.A.
Edición 1ª
ed. (03/02/2021)
Páginas 240
Dimensiones 22,5 x 14,8 cm
Idioma Español
ISBN 9788490668481
ISBN-10 8490668485
Encuadernación Tapa blanda. Con solapas
Un relato memorable sobre lo vivido y lo
leído.
Tras el éxito prolongado de Lluvia fina, Luis Landero retoma la
memoria y las lecturas de su particular universo personal donde las dejó en El balcón en invierno. Y lo hace en
este libro memorable, que vuelve a trenzar de manera magistral los recuerdos
del niño en su pueblo de Extremadura, del adolescente recién llegado a Madrid o
del joven que empieza a trabajar, con historias y escenas vividas en los libros
con la misma pasión y avidez que en el mundo real. En El huerto de Emerson asoman personajes de un tiempo aún
reciente, pero que parecen pertenecer a un ya lejano entonces, y tan llenos de
vida como Pache y su boliche en medio de la nada, mujeres hiperactivas que
sostienen a las familias como la abuela y la tía del narrador, hombres callados
que de pronto revelan secretos asombrosos, o novios cándidos como Florentino y
Cipriana y su enigmático cortejo al anochecer. A todos ellos Landero los
convierte en pares de los protagonistas del Ulises, congéneres de los personajes de las novelas de Kafka o
de Stendhal, y en acompañantes de las más brillantes reflexiones sobre
escritura y creación en una mezcla única de humor y poesía, de evocación y
encanto. Es difícil no sentirse transportado a un relato contado junto al
fuego.
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