domingo, 20 de diciembre de 2020

La guerra de los pobres, La Guerre des pauvres, Éric Vuillard

 

Vengo a hablaros de mi libro, no dejo de hacerlo en este espacio virtual en que no veo a los invitados, por eso siempre quiero hablaros de mi poesía, de lo excelso de mi escritura, de mi capacidad abrumante de trasformar la realidad y ligar, en buena literatura, personajes y aconteceres varios, porque qué mejor manera de comenzar este encuentro literario, pero cuando empieza el moderador desconcertado pretende dirigir con inteligencia la reunión que ha preparado con tanto mimo, presentar los libros que ha elegido para disfrutar en un goce colectivo en que todos puedan expresar qué les ha movido a llegar a unas conclusiones o a razonar los desacuerdos lectores, pero los participantes están ávidos del disfrute del ego, de la vanidad expuesta del conocimiento, qué mejor manera que con el malabarismo dialéctico, con la diatriba del filósofo rampante, de la inteligencia por descubrir. El recuerdo de mi adolescencia me apabulla, esos cenáculos en el barrio del Carmen donde los escritores solo hablaban de su libro y jamás, con educación, escuchaban hablar al otro del suyo; reconfortante espectáculo que me hizo comprender que la soberbia no es una consecuencia de la estupidez, sino un fin en sí misma, como el poder. Qué penita tiene el rapsoda (nadie habla de su libro) que nadie habla de sus libros, ni de Retrato, ni Decídselo, ni Concierto, ni nada de nada, deberé, más bien me reconfortaré con la autocomplacencia y el victimismo de que nadie me quiere, pobre poeta, mis groupies, que no conozco, me adorarán en silencio y querrán ejercer su poder de madres amantísimas, qué calor Dios, pero mientras, querida lectora, me diré a mí mismo muchas veces mientras venero en su santuario a Umbral como un Calimero postapocalíptico: nadie ha venido a presentar mi libro.(Apunte de bitácora en el año de nuestro señor de 2020, el onanismo es ejercicio magno, más si el fin es escucharse a uno mismo)

Tal vez venga al caso del libro que os traigo, algo al menos se deriva, es lo que intento en mis homilías dominicales: pensar sobre algo que me inquieta y que tenga algo de relación con la lectura presentada. La verdad, creo que es un ejercicio de funambulismo estético porque, en realidad, fuerzo el libro para que encaje en mi pensamiento. Analicemos esta tesis. El lector configura en muchos aspectos la lectura, estamos de acuerdo, aunque no importa, ya que esto es un monólogo triste, pero partamos de esta tesis: configuramos cada uno de nosotros un libro, hacemos una lectura y, de entre las infinitas, cada vez más finitas, alguna, al menos en otro tiempo de nuestra historia como lectores, puede coincidir con la idea que tiene el autor sobre su propio libro porque, claro, partimos siempre de la premisa de que el  escritor sabe de lo que escribe o, al menos, conoce su fin. Digamos que es una necesidad para evitar la angustia, como creer en Dios. Así este libro es un ejercicio estético de nuestro autor, una audacia: primero por atreverse en los tiempos pandémicos a presentar un relato menor como novela; otra la valentía editorial de lanzarlo a la venta.

 

La gente quiere historias, aclaran las cosas, dicen; y cuanto más auténtica es la historia, más gusta. Pero las historias verídicas nadie sabe contarlas. Sin embargo estamos hechos de historias, nos han criado junto a ellas desde la infancia[...]

 

Nuestro autor me gustó muchísimo en El orden del día, menos en este ejercicio literario. La revolución de los pobres, el movimiento que podemos asemejar a unos Chalecos amarillos de hace quinientos años, el ejercicio del poder, el castigo como herramienta del mismo para dominar lo discordante, pues me interesa, pero está lejísimos de la monumental, extraordinaria e inteligente La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa, porque la anécdota de la trama no da paso a la literatura, como sí lo hace el maestro peruano, simplemente acontece trabajando con elementos del ensayo histórico, por eso ninguna de las dos es una novela histórica aun siendo historia, pero una sí que consigue ser  literatura porque trasforma la realidad y la representa al lector, la otra informa con estilo. He ahí lo que no hay.

El tránsito por la vida de Müntzer o de Wyclif o Ball ayuda a comprender la valentía del revolucionario de Dios, el necesario grito contra la tiranía del pensamiento, en ese sentido sí que es un grito que nos hace no despistarnos ni perder la perspectiva del dominio de los medias con esos nuevos predicadores de la nueva religión de los dioses paganos que se construyen y deconstruyen a la carta, o nos sirve como contraste a los movimientos ciudadanos que se han ido produciendo en Francia, España o, en el ámbito mundial (nuevamente la tentación de a nivel de me asalta) y que son lo que son. La ilusión de la igualdad que alimenta ideologías, la frustración de la derrota y el imperio de la moral de los esclavos, efectivamente, hace que el lector entienda que es la dialéctica la solución a lo que no tiene solución.

No obstante eso no significa que no me haya gustado o que no tenga elementos que me interesen. La descripción de la imprenta, esa revolución salvaje que nos cambió como humanidad cuando el conocimiento, la religión o la literatura nos asaltaron como un golpe definitivo.

 

Cincuenta años antes, una pasta ardiente había fluido desde Maguncia hasta el resto de Europa, había fluido entre las colinas de cada ciudad, entre las letras de cada nombre, en los canalones, en los recovecos de cada pensamiento, y cada letra, cada pedazo de idea, cada signo de puntuación, había quedado apresado en un trocito de metal. Esos trocitos los habían repartido en un cajón de madera. Las  manos habían elegido uno, luego otro, y habían compuesto palabras, líneas, páginas. Los habían mojado con tinta y una fuerza prodigiosa había presionado lentamente las letras sobre el papel. Repitieron la operación decenas y decenas de veces, antes de doblar las hojas en cuatro, en ocho, en dieciséis. Las fueron colocando las unas a continuación de las otras, las pegaron entre sí, las cosieron, las envolvieron en cuero. De ese modo se formó un libro. La Biblia.

 

Otro aspecto interesante es el nacimiento de las diferentes herejías que fueron rompiendo el oscurantismo y el misterio, la oscuridad de una Europa que iba naciendo y que creyó dar un paso más hacia el Dios verdadero con las consecuencias que tuvo.

 

A John Wyclif se le había ocurrido una idea, ¡oh!, una pequeña idea, una menudencia, pero que había de causar un gran escándalo. A John Wyclif se le ocurrió l idea de que existe una relación directa entre los hombres y Dios. De esa primera idea se desprende, lógicamente, que todo el mundo puede guiarse por sí solo gracias a las Escrituras. Y de esa segunda idea se desprende una tercera: los prelados han dejado de ser necesarios. Consecuencia: la Biblia debe traducirse al inglés.

 

Los pobres marchan a lo largo de la historia buscando su espacio y la novela va alineándolos uno a uno en una sucesión de luchadores  pequeños héroes.

 

Y no obstante, la cosa vuelve a empezar. John Ball y Tyler se reencarnan en Jack Cade. En 1450, redacta una demanda de los municipios pobres de Kent, se hace llamar Juan Pide-Todo. En julio, al frente de una tropa de cinco mil hombres, campesinos, artesanos, soldados degradados, pequeños comerciantes, Jack Cade toma también la Torre de Londres.

 

Así llegamos al meollo de la historia, llegamos al revolucionario que no se amedrenta ante poderosos, que está presente para reclamar lo que más tarde se llamará justicia social.


[…]ordenaron reagruparse a sus fuerzas. Eran varios miles de hombres bien armados, aguerridos. Los otros, los desharrapados, se habían congregado en una inmensa llanura, sin orden ni concierto, y allí seguían, sin que nadie supiera muy bien qué rumbo tomarían las cosas.


En Tusquets


Editorial: Tusquets Editores S.A.

Temática: Novela literaria | No ficción novelada

Colección: Andanzas

Traductor: Javier Albiñana

Número de páginas: 96

Año 1524: los campesinos se sublevan en el sur de Alemania. El levantamiento se extiende, gana rápidamente adeptos en Suiza y Alsacia. En medio del caos destaca una figura, la de un teólogo, un joven que lucha junto a los insurgentes. Se llama Thomas Müntzer. Su vida es terrible y novelesca. Pese a su trágico final, similar al de sus seguidores, fue una vida que merecía vivirse, y merecía, por tanto, que alguien la contara. Nadie mejor que el premio Goncourt Éric Vuillard para seguir los pasos de ese predicador que simplemente quería justicia. También para retratar a otros personajes que, como John Wyclif o John Ball en la Inglaterra de dos siglos antes, o Jan Hus, abrieron una brecha y, esgrimiendo la Biblia —traducida ya a las lenguas vulgares, y cuyo mensaje llega a todos—, se alzaron contra los privilegiados. 

El espíritu que animó a aquellos valientes interpela incisivamente la realidad de nuestros días: hoy como ayer, los desheredados, aquellos a los que antaño se les prometía la igualdad en el Cielo, se preguntan: ¿y por qué no conseguir la igualdad ahora, ya, en la Tierra?

 

 

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