Tal
vez venga al caso del libro que os traigo, algo al menos se deriva, es lo que
intento en mis homilías dominicales: pensar sobre algo que me inquieta y que
tenga algo de relación con la lectura presentada. La verdad, creo que es un
ejercicio de funambulismo estético porque, en realidad, fuerzo el libro para
que encaje en mi pensamiento. Analicemos esta tesis. El lector configura en
muchos aspectos la lectura, estamos de acuerdo, aunque no importa, ya que esto
es un monólogo triste, pero partamos de esta tesis: configuramos cada uno de
nosotros un libro, hacemos una lectura y, de entre las infinitas, cada vez más
finitas, alguna, al menos en otro tiempo de nuestra historia como lectores,
puede coincidir con la idea que tiene el autor sobre su propio libro porque,
claro, partimos siempre de la premisa de que el
escritor sabe de lo que escribe o, al menos, conoce su fin. Digamos que
es una necesidad para evitar la angustia, como creer en Dios. Así este libro es
un ejercicio estético de nuestro autor, una audacia: primero por atreverse en
los tiempos pandémicos a presentar un relato menor como novela; otra la
valentía editorial de lanzarlo a la venta.
La gente quiere historias, aclaran las
cosas, dicen; y cuanto más auténtica es la historia, más gusta. Pero las
historias verídicas nadie sabe contarlas. Sin embargo estamos hechos de
historias, nos han criado junto a ellas desde la infancia[...]
Nuestro
autor me gustó muchísimo en El orden del
día, menos en este ejercicio literario. La revolución de los pobres, el
movimiento que podemos asemejar a unos Chalecos
amarillos de hace quinientos años, el ejercicio del poder, el castigo como herramienta
del mismo para dominar lo discordante, pues me interesa, pero está lejísimos de
la monumental, extraordinaria e inteligente La
guerra del fin del mundo, de Vargas
Llosa, porque la anécdota de la trama no da paso a la literatura, como sí
lo hace el maestro peruano, simplemente acontece trabajando con elementos del
ensayo histórico, por eso ninguna de las dos es una novela histórica aun siendo
historia, pero una sí que consigue ser
literatura porque trasforma la realidad y la representa al lector, la
otra informa con estilo. He ahí lo que no hay.
El
tránsito por la vida de Müntzer o de Wyclif o Ball ayuda a comprender la valentía del revolucionario de Dios, el
necesario grito contra la tiranía del pensamiento, en ese sentido sí que es un
grito que nos hace no despistarnos ni perder la perspectiva del dominio de los
medias con esos nuevos predicadores de la nueva religión de los dioses paganos
que se construyen y deconstruyen a la carta, o nos sirve como contraste a los
movimientos ciudadanos que se han ido produciendo en Francia, España o, en el
ámbito mundial (nuevamente la tentación de a
nivel de me asalta) y que son lo que son. La ilusión de la igualdad que
alimenta ideologías, la frustración de la derrota y el imperio de la moral de
los esclavos, efectivamente, hace que el lector entienda que es la dialéctica
la solución a lo que no tiene solución.
No
obstante eso no significa que no me haya gustado o que no tenga elementos que
me interesen. La descripción de la imprenta, esa revolución salvaje que nos
cambió como humanidad cuando el conocimiento, la religión o la literatura nos
asaltaron como un golpe definitivo.
Cincuenta años antes, una pasta ardiente
había fluido desde Maguncia hasta el resto de Europa, había fluido entre las
colinas de cada ciudad, entre las letras de cada nombre, en los canalones, en
los recovecos de cada pensamiento, y cada letra, cada pedazo de idea, cada
signo de puntuación, había quedado apresado en un trocito de metal. Esos
trocitos los habían repartido en un cajón de madera. Las manos habían elegido uno, luego otro, y habían
compuesto palabras, líneas, páginas. Los habían mojado con tinta y una fuerza
prodigiosa había presionado lentamente las letras sobre el papel. Repitieron la
operación decenas y decenas de veces, antes de doblar las hojas en cuatro, en
ocho, en dieciséis. Las fueron colocando las unas a continuación de las otras,
las pegaron entre sí, las cosieron, las envolvieron en cuero. De ese modo se
formó un libro. La Biblia.
Otro
aspecto interesante es el nacimiento de las diferentes herejías que fueron
rompiendo el oscurantismo y el misterio, la oscuridad de una Europa que iba
naciendo y que creyó dar un paso más hacia el Dios verdadero con las
consecuencias que tuvo.
A John Wyclif se le había ocurrido una
idea, ¡oh!, una pequeña idea, una menudencia, pero que había de causar un gran
escándalo. A John Wyclif se le ocurrió l idea de que existe una relación
directa entre los hombres y Dios. De esa primera idea se desprende, lógicamente,
que todo el mundo puede guiarse por sí solo gracias a las Escrituras. Y de esa
segunda idea se desprende una tercera: los prelados han dejado de ser
necesarios. Consecuencia: la Biblia debe traducirse al inglés.
Los
pobres marchan a lo largo de la historia buscando su espacio y la novela va
alineándolos uno a uno en una sucesión de luchadores pequeños héroes.
Y no obstante, la cosa vuelve a empezar.
John Ball y Tyler se reencarnan en Jack Cade. En 1450, redacta una demanda de
los municipios pobres de Kent, se hace llamar Juan Pide-Todo. En julio, al
frente de una tropa de cinco mil hombres, campesinos, artesanos, soldados
degradados, pequeños comerciantes, Jack Cade toma también la Torre de Londres.
Así
llegamos al meollo de la historia, llegamos al revolucionario que no se amedrenta
ante poderosos, que está presente para reclamar lo que más tarde se llamará
justicia social.
[…]ordenaron reagruparse a sus fuerzas.
Eran varios miles de hombres bien armados, aguerridos. Los otros, los
desharrapados, se habían congregado en una inmensa llanura, sin orden ni
concierto, y allí seguían, sin que nadie supiera muy bien qué rumbo tomarían las
cosas.
En Tusquets
Editorial: Tusquets Editores S.A.
Temática: Novela literaria | No ficción
novelada
Colección: Andanzas
Traductor: Javier Albiñana
Número de páginas: 96
Año 1524: los campesinos se sublevan en
el sur de Alemania. El levantamiento se extiende, gana rápidamente adeptos en
Suiza y Alsacia. En medio del caos destaca una figura, la de un teólogo, un
joven que lucha junto a los insurgentes. Se llama Thomas Müntzer. Su vida es
terrible y novelesca. Pese a su trágico final, similar al de sus seguidores,
fue una vida que merecía vivirse, y merecía, por tanto, que alguien la contara.
Nadie mejor que el premio Goncourt Éric Vuillard para seguir los pasos de ese
predicador que simplemente quería justicia. También para retratar a otros
personajes que, como John Wyclif o John Ball en la Inglaterra de dos siglos
antes, o Jan Hus, abrieron una brecha y, esgrimiendo la Biblia —traducida ya a
las lenguas vulgares, y cuyo mensaje llega a todos—, se alzaron contra los
privilegiados.
El espíritu que animó a aquellos
valientes interpela incisivamente la realidad de nuestros días: hoy como ayer,
los desheredados, aquellos a los que antaño se les prometía la igualdad en el
Cielo, se preguntan: ¿y por qué no conseguir la igualdad ahora, ya, en la
Tierra?
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