Quería haber escrito tres entradas, al
menos al mes, pero la desidia me lo impide, una descorazonadora desidia que me
invade y me lleva a una inacción preocupante. Me sigo excitando con cada
lectura, lo reconozco, y mi ritmo es adecuado, pero ponerme a escribiros, escribir,
sobre lo que pienso o siento con cada una de ellas cada vez me resulta más
complejo, diría, si no fuera porque lo considero muy cursi, insoportable. Pero
muchas cosas me resultan insoportables, para qué engañarme: moverme, entrenar,
escribir, dirigir, enseñar, disfrutar, amar, odiar, ser, no ser. La vida es
difícil siendo muy fácil, por eso, a veces, el vacío.
Ahí entra la serotonina, en ese punto de
no retorno, en ese momento infeliz en que somos conscientes, a partir de
pálpitos y sensaciones, de que algo no funciona; algo nos paraliza de una
manera fundamental. La serotonina, dirían los psiquiatras, no fluye, por eso
perdemos el apetito y entramos en un estado de letargo parecido a un simulacro
de nuestra muerte. Por eso, probablemente, pensamos que nos morimos y sentimos
extrañas parestesias y dolores difusos: muchos síntomas, muchos especialistas,
muchas ganas de encontrar el descanso para no enfrentarnos a algo tan simple
como la vida. Y como decía, perdemos el apetito, adelgazamos, y descubren que
en los intestinos hay o se genera, no lo tengo claro, la serotonina, en el
cerebro también, por eso nos duele el alma y el estómago. Sublime y prosaico.
Houellebecq sin concesiones. Bueno
algunas. Cuando comienzas a leer el libro parece un encargo, una sucesión
insulsa y patética de quien necesita publicar, no él, puede ser, pero seguro
que sí su editor, y ahí te mosqueas, piensas si era necesario, crees que no,
pero no importa porque el argumentario te engancha, quieres acabar como sea y
así, descubres una vez más, que el libro tiene vida propia, acaso ¿podría ser
de ninguna otra manera? Y vas enganchándote, vas intentando entenderlo porque
sabes que es una disección de la vida, de la depresión y de la anomia
contemporánea de la que tanto, bueno, tampoco tanto, os he ido hablando durante
estos años, algunos años, vaya.
detestaba París, me repugnaba esta ciudad
infestada de burgueses ecorresponsables, yo también era quizá un burgués pero
no era ecorresponsable, circulaba en un 4 × 4 diésel –puede que no hubiera
hecho gran cosa en mi vida, pero al menos habría contribuido a destruir el
planeta– y saboteaba sistemáticamente el programa de criba selectiva implantado
por el presidente de la comunidad de vecinos tirando las botellas vacías al
cubo de la basura reservado a los papeles y envases, y los desechos perecederos
al contenedor de recogida del cristal.
Así se suceden temas típicos. Dice Sara
Mesa, creo, que los personajes femeninos del autor son una simple palanca para
que los masculinos anden, pero es que no puede ser de otra manera, querida
Sara, es una novela masculina, puede ser, una novela que explora eso tan
novedoso y postmoderno como las nuevas masculinidades y sí, no lo hace desde la
perspectiva femenina dominante, sino desde la masculina, una masculina
ciertamente misántropa y machista, pero una perspectiva de reivindicación de lo
salvaje, de lo visceral e irreflexivo frente a la racionalidad absoluta que
pretende regir la normatividad moderna en que vivimos. Y es ese salvajismo, el
que se manifiesta en la pedofilia, (me encantaría saber por qué en un autor
masculino es sucia y en uno femenino, como Mesa, expresión de libertad) en las
armas o en el ansia de la violencia por ser, todos elementos brutales de
nuestra sociedad, contradicciones difícilmente resolubles en un occidente
enfermo, es el que hace que se refleje la dificultad del ser.
Mi vida termina en la tristeza y el
sufrimiento, no puedo culparles a ellos, sino más bien a una desventurada serie
de circunstancias de las que tendré ocasión de hablar –y que incluso constituyen,
a decir verdad, el objeto de este libro.
Y aquí Houellebecq vuelve a acertar,
porque vuelve a poner el dedo en la llaga de nuestra culpa, porque trivializa
el sexo y lo lleva al extremo, al animalismo, a las gang bang, al sado,
a las orgías, a la pedofilia, porque entiendo, o no, que es el cáncer que
devora a la sociedad aburrida y anómala, anómica, repito, a la sociedad que
está en perpetua decadencia hacia el abismo, desvalorizada, y es así como
muere una civilización, sin trastornos, sin peligros y sin dramas y con muy
escasa carnicería, una civilización muere simplemente por hastío, por asco de
sí misma, qué podía proponerme la socialdemocracia, es evidente que nada, solo
una perpetuación de la carencia, una inivitación al olvido. Por eso necesita el antidepresivo, el nuevo
antidepresivo que inhibe la libido, no puede ser de otra manera, porque en la
lujuria está el síntoma, de ahí que, conscientemente o inconscientemente, el
autor determine que castrar al personaje es fundamental para que pueda ser
feliz, al igual que la sociedad nos castra,
nos normativiza y uniformiza, algo imprescindible para poder controlar el
pensamiento libre.
Después de este mini gang-bang canino
interrumpí el visionado, estaba asqueado pero sobre todo por los perros, ahora
bien, yo no podía ignorar el hecho de que para una japonesa (según todo lo que
había podido observar de la mentalidad de ese pueblo) acostarse con un
occidental es ya casi como copular con un animal.
Pero no todo es metafísica. La filosofía
política está presente con los problemas derivados de la globalización y el
comercio mundial. El populismo clama, no sin algo de razón, la necesidad de
volver hacia dentro, de reivindicar lo uno frente a la bondad de lo otro, al
derecho alienado, pero eso crea disfunciones, desequilibrios en el bienestar
fingido de occidente, desarreglos importantes que hacen, también, zozobrar al
individuo.
en cuanto se firmasen los acuerdos de
libre intercambio que se negociaban actualmente con los países del Mercosur,
era evidente que los productores de albaricoques del Rosellón no tendrían ya
ninguna posibilidad, la protección que ofrecía la denominación de origen
«albaricoque rojo del Rosellón» no era más que una farsa ridícula, la invasión
de albaricoques argentinos era inevitable, ya se podía considerar virtualmente
muertos a los productores de albaricoques del Rosellón, no quedaría ni uno, ni
uno solo, ni siquiera un superviviente para contar los cadáveres.
A veces le sale el erupto. A veces escupe
con fuerza. A veces es xenófobo. Pero todos estos tópicos sobre las diferentes
nacionalidades no dejan de ser un exabrupto consciente contra la escritura
fetén y políticamente impoluta e insulsa que genera la industria bienpensante:
no debemos olvidarlo, el ser humano es bueno y generoso, pero peor el hombre;
todos somos iguales, pero menos los desfavorecidos; todas las religiones son
aceptables, pero más las otras.
¿cómo podría ser xenófobo un holandés?;
ya hay una contradicción en los términos, Holanda no es un país, es a lo sumo
una empresa
Otro tema importante es el suicidio.
Anomia=suicidio, al menos eso parece, eso parece, ¿cuántos muertos en España?
tres mil y un pico, más o menos, una plaga impecable, silenciosa, real, una realidad
cómoda. Pero el suicidio nos parece como salida, aquí. Una vida humana alejada
del otro lleva al aislamiento y la libertad de hacer lleva a devorar a su hijo
que se ve abocado a huir del mundo.
Era asombroso que en un país donde
existía una tendencia a restringir año tras año las libertades individuales, la
legislación hubiera mantenido esta libertad fundamental, e incluso más
fundamental, a mi juicio, y más filosóficamente perturbadora que el suicidio.
Parte de la novela se desarrolla en
España y su semblanza es diferente a la que hacemos con la ceguera interna. Ve
el paisaje. Ve la historia, ve lo que nosotros no podemos o no queremos ver. Si
digo que desde la perspectiva francesa queda xenófobo, claro, pero es que entra
en los charcos tranquilo, señalando lo que le pasa por los huevos, sin
importarle un bledo lo que podamos pensar los lectores. Este fragmento es
impensable en un autor español, porque la historia está para analizarla y
aprender de ella, sea o no dolorosa, no para cambiar lo que fue.
Francisco Franco, independientemente de
otros aspectos a veces objetables de su acción política, podía ser considerado
el verdadero inventor a escala mundial del turismo de lugares con encanto,
pero su obra no se detenía ahí, ese espíritu universal sentaría más adelante
las bases de un auténtico turismo de masas (¡pensemos en Benidorm!,
¡pensemos en Torremolinos!, ¿existía en el mundo, en los años sesenta, algo
comparable?), Francisco Franco era en realidad un auténtico gigante del
turismo, y es con esta vara con la que acabaría siendo valorado, cosa que ya
empezaban a hacer algunas escuelas de hostelería suizas, y, de un modo más
general, en el plano económico el franquismo había sido recientemente objeto de
estudios interesantes en Harvard y Yale,
También aparecen los elementos nuevos de
los chalecos amarillos en Francia, el descontento de los trabajadores que él
focaliza en los ganaderos y productores de leche, y, como hace en su anterior
novela, Sumisión, visiona un futuro diferente de muerte, inviable,
repito, como parábola didáctica de qué nos espera en el futuro. Capta nuestro
tiempo, o al menos, parte de nuestro tiempo.
la verdad es que no me imaginaba nada,
pero había algo inquietante en el estado de ánimo de los ganaderos, en general
no pasa nada pero a veces pasa algo, nunca estás realmente preparado.
No es apto si quieres que del cielo lluevan rosas y mariposas. En Anagrama.
ISBN 978-84-339-8022-9
EAN 9788433980229
PVP CON IVA 19.9 €
NÚM. DE PÁGINAS 288
COLECCIÓN Panorama de
narrativas
CÓDIGO PN 994
TRADUCCIÓN Jaime Zulaika
PUBLICACIÓN 09/01/2019
Florent-Claude Labrouste tiene cuarenta y
seis años, detesta su nombre y se medica con Captorix, un antidepresivo que
libera serotonina y que tiene tres efectos adversos: náuseas, desaparición de
la libido e impotencia.
Su periplo arranca en Almería –con un
encuentro en una gasolinera con dos chicas que hubiera acabado de otra manera
si protagonizasen una película romántica, o una pornográfica–, sigue por las
calles de París y después por Normandía, donde los agricultores están en pie de
guerra. Francia se hunde, la Unión Europea se hunde, la vida sin rumbo de
Florent-Claude se hunde. El amor es una entelequia. El sexo es una catástrofe.
La cultura –ni siquiera Proust o Thomas Mann– no es una tabla de salvación.
Florent-Claude descubre unos escabrosos
vídeos pornográficos en los que aparece su novia japonesa, deja el trabajo y se
va a vivir a un hotel. Deambula por la ciudad, visita bares, restaurantes y
supermercados. Filosofa y despotrica. También repasa sus relaciones amorosas,
marcadas siempre por el desastre, en ocasiones cómico y en otras patético (con
una danesa que trabajaba en Londres en un bufete de abogados, con una aspirante
a actriz que no llegó a triunfar y acabó leyendo textos de Blanchot por la
radio...). Se reencuentra con un viejo amigo aristócrata, cuya vida parecía
perfecta pero ya no lo es porque su mujer le ha abandonado por un pianista
inglés y se ha llevado a sus dos hijas. Y ese amigo le enseña a manejar un
fusil...
Nihilista lúcido, Michel Houellebecq
construye un personaje y narrador desarraigado, obsesivo y autodestructivo, que
escruta su propia vida y el mundo que le rodea con un humor áspero y una
virulencia desgarradora. Serotonina demuestra que sigue siendo un
cronista despiadado de la decadencia de la sociedad occidental del siglo XXI,
un escritor indómito, incómodo y totalmente imprescindible.
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