martes, 8 de agosto de 2017

El ruido del tiempo, The Noise of Time Julian Barnes


Hace tiempo que no entraba en el blog, no por que no tenga ganas, las tengo, sino porque tanto escribir, tanto leer no me dejan tiempo para respirar lo que me gusta, la literatura, no tanto como crítico, he escrito y conferenciado sobre el canon y Chirbes, ergo algo de felicidad me queda, sino como lector, como letra herido, como parásito de las letras. Leo, no se puede vivir sin leer, no nos engañemos, podemos vivir en un sofá viendo diez horas de televisión diaria, claro, comer, cagar y dormir, si podemos después de la ausencia de ejercicio físico, sin embargo siempre he pensado que eso no es vivir, es pasar, es deambular en silencio por un mundo, por otra parte, lleno de ruidos y desconciertos.

Así que leo esta hermosa novela, nouvelle, novela corta, en cualquier caso una delicia para el lector que necesita reencontrarse con la escritura, con la buena literatura, con la genialidad y el pulso creados. Shostakóvich aparece de nuevo en mi vida de golpe, con un altavoz manipulado por Barnes que recrea una biografía que es más una obra ficcional, aun trabajando datos ciertos, más o menos contrastados por las otras biografías de referencia. No importa la realidad de  Shostakóvich, o sí, vamos, que no iba con la intención de llenar los vacíos intelectuales, curiosos que recrea en mí el compositor, buscaba una novela sabiendo lo poco aficionado que soy a las vidas ajenas. Pequeño inciso, debo ser un hipócrita de tomo y lomo, acaso, ¿qué es la literatura sino la usurpación, recreación de otras vidas? ¿Llega a tal mi cinismo que me intento convencer de que no me interesan las vidas reales y gozo con las ficcionales? Aparte del inciso, reflexión o apunte que hago para no olvidarme, sí, un rotundo sí, soy un lector cínico e hipócrita que prefiero lo recreado a lo vivido, otra anotación, ¡como si lo vivido no fuera más que una recreación ficcional del personaje!.
Así que voy con el coche y escucho una interpretación de Keith Jarret de Shostakóvich, los 24 preludios y fugas, veo la novela de Barnes y me lanzo a ella sabiendo, después de la experiencia de Arthur y George, que me iba a encantar. Así ha sido.
El personaje muestra toda la contradicción humana, toda la fuerza creadora y los miedos que produce el Poder, para ser más concreto, el poder soviético, el poder de Stalin, el control sobre las mentes y el pensamiento, el control sobre la creación artística, la determinación de la definición por parte de los comisarios, la ausencia de talento en la dirección de lo humano, el control del alma, el miedo como recurso, el sometimiento del yo al difuminado espíritu del pueblo, la determinación de ese espíritu por el mandarín, por el burócrata ejecutor. Todo esto lo capta la novela. Lo demás es la historia de vida de Shostakóvich. (en wikipedia tenéis un montón de información sobre el compositor, ahora, si lo que queréis es reflexionar y leer, entonces podéis encontraros con esta novela)
Muchas veces he comentado que las primeras palabras de un libro nos pueden determinar la lectura posterior, sabes, vamos, que te va a encantar, que vas a disfrutar cada coma, cada palabra, lo sabes porque el libro encuentra el pulso de lo que va a decir y todo lo demás, lo escrito, no es más que una consecuencia de lo expuesto en breves palabras.

Recordaba haber mirado desde el estrado del director, donde estaba sentado, hacia el palco de las autoridades. Stalin estaba escondido detrás de una cortinilla, una presencia ausente hacia la cual se volvían, aduladores, los demás distinguidos camaradas, a sabiendas de que a ellos también les observaban.

Les observaban, esa presencia ausente que controla las almas y determina el futuro, (leed el comentario del Cero y el Infinito) que recrea la historia de la colectividad y someta al yo al designio del gran observador (leed el cometario de 1984) La consecuencia del ser creador, del yo burgués, como determina el marxismo, es la reivindicación de lo singular frente a lo colectivo, el pensamiento frente a la obediencia sin fisuras ni espacios críticos.

Pero era probable que pareciera exactamente lo que era: un hombre, como miles de otros en la ciudad, aguardando su detención noche tras noche.

Por eso el empeño de destruir el yo, de aniquilar el pensamiento diverso, la necesidad de la uniformidad frente a la heterodoxia. El alma debe ser asumida por el Estado, por la fuerza fagocitadora de los burócratas de la feliz gobernación que asimilan la doctrina y ofrecen un mundo feliz.

También había aprendido cosas sobre la destrucción del alma humana. Bueno, la vida no era un camino de rosas, como decía el refrán. Había tres maneras de destruir un alma: con lo que otros te hacían; con lo que otros te hacían hacer, y con lo que tú, voluntariamente, elegías hacer. Cualquiera de los tres métodos era suficiente, aunque si se combinaban los tres el resultado era irresistible.

Dice Espinosa que el Poder solo conoce hechos, efectivamente, solo conoce control, efectos de las decisiones, y Barnes lo recoge sin titubeos, hereda la tradición de denuncia del totalitarismo ideológico, de la Escuela de mandarines que pretende el control absoluto de la masa sin pensamiento, modelando y determinando al antojo de ese poder, de sus mandarines, las almas y los futuros de los hombres.

El Poder sólo conocía hechos, y su lenguaje consistía en expresiones y eufemismos encaminados a divulgar u ocultar estos hechos. 

Porque si el poder controla todo, el arte deja de ser una manifestación del genio, de la pasión y vulnerabilidad individual y se convierte en un instrumento, por eso el creador es un trabajador, un asalariado del Poder que determina y dirige, pierde sentido la idea romántica del yo creador, y se convierte en un arma más de control; de ahí que el mandarín no necesite saber música, en este caso, debe saber la doctrina y la ortodoxia, todo yo es enemigo del pueblo, dixit, todo acto de individualidad es una contrarrevolución, todo acto creativo fuera del utilitarismo es un canto de cisne, una reivindicación burguesa de la singularidad.

Parecía haber pasado muy poco tiempo desde que todos se estaban riendo de la definición de un musicólogo que daba el profesor Nikolayev. Imaginad que estamos comiendo huevos revueltos, decía el profesor. Los ha preparado Pasha, mi cocinero, y vosotros y yo los estamos comiendo. Viene un hombre que no ha cocinado los huevos y no los está comiendo, pero habla de ellos como si no tuvieran secretos para él: eso es un musicólogo.

Pero también habla del músico, de sus contradicciones, también, a través del viaje cronológico, nos presenta al autor, al genio. Me interesa no tanto el personaje, ya lo he dicho, como la atribución de contradicciones, el ser y la nada, el yo frente al ellos. Entiendo que lo presenta con brillantez.

Cuando todo lo demás fallaba, cuando sólo parecía haber insensatez en el mundo, se aferraba a esto: a que la buena música sería siempre buena música, y que la gran música era inexpugnable. Se podían tocar los preludios y las fugas de Bach con cualquier tempo, con cualquier dinámica, y seguiría siendo gran música, a prueba incluso del pobre manazas que tocaba el teclado con diez pulgares. Y de la misma manera no se podía tocar cínicamente una música semejante…
Bueno, quizá esto respondiera a su pregunta sobre la honestidad personal y artística; la falta de la primera no contaminaba necesariamente la segunda…
La línea de cobardía era la única que avanzaba recta y segura en su vida.

Gran novela que se convierte en una lectura imprescindible para este verano. En Anagrama. Aquí os dejo datos de interés.


ISBN
978-84-339-7955-1
EAN
9788433979551
PVP SIN IVA
16,25 €
PVP CON IVA
16,90 €
NÚM. DE PÁGINAS
208
COLECCIÓN
CÓDIGO
PN 924
TRADUCCIÓN
Jaime Zulaika
PUBLICACIÓN
04/05/2016

El 26 de enero de 1936 el todopoderoso Iósif Stalin asiste a una representación de Lady Macbeth de Mtsensk de Dmitri Shostakóvich en el Bolshoi de Moscú. Lo hace desde el palco reservado al gobierno y oculto tras una cortinilla. El compositor sabe que está allí y se muestra intranquilo. Dos días después aparece en Pravda un demoledor editorial que lo acusa de desviacionista y decadente. Un editorial aprobado o acaso escrito de su puño y letra por el propio Stalin.
Son los años del Gran Terror, y el músico sabe que una acusación como ésa puede significar la deportación a Siberia o directamente la muerte. Pero Shostakóvich sobrevive, compondrá música heroica y patriótica durante la Segunda Guerra Mundial y el régimen comunista lo enviará como uno de sus representantes al Congreso Cultural y Científico por la Paz Mundial en Nueva York, donde repetirá, sin salirse jamás del guión, aquello que le dictan los comisarios políticos.
La historia de Shostakóvich y Stalin es un ejemplo particularmente desolador de las relaciones entre el arte y el poder. Uno de los más grandes compositores del siglo XX adaptó su arte a la estética oficial, abjuró de amigos y maestros, se postró ante el dictador para sobrevivir en un periodo en el que sus conocidos caían como moscas. Él salvó el pellejo y, ya muerto Stalin, acabó consagrado como uno de los grandes creadores soviéticos, pero por el camino dejó una parte de su alma, de su dignidad y de su ambición artística.
 
En esta breve novela, tan hermosa como terrible, Julian Barnes reconstruye la vida del músico –los recuerdos de su infancia y su convulsa vida íntima, las relaciones con sus esposas, sus amantes y su hija–, pero sobre todo aborda las dolorosas decisiones que tuvo que tomar en unos momentos históricos sombríos, e indaga en el miedo y la culpa, en la dificultad de comportarse con honestidad en tiempos de barbarie, y en la difícil supervivencia del arte en esos años aciagos.

«Una novela profundamente conmovedora, una concisa obra maestra que rastrea la batalla durante toda una vida entre la conciencia y la obra de un hombre y las exigencias insoportables del totalitarismo» (Alex Preston, The Guardian).

«Brillante y sombría, la nueva novela de Barnes se abre con una escena que parece sacada de un cuento de Chéjov. Inteligente y repleta de talento literario. Una elegante meditación ficcionada sobre los conflictos de un genio de la música y su complicidad con el poder» (Peter Kemp, The Sunday Times).

«Una compleja meditación sobre la fuerza, las limitaciones y la capacidad de resistencia del arte» (Alex Clark, The Observer).

«Una novela cautivadora sobre el arte y el poder, sobre el coraje y la cobardía, y los caprichos del destino… Barnes plasma con brillantez el atormentado estado de ánimo del compositor… Es un libro breve, pero con una intensísima carga emocional» (Sebastian Shakespeare, Tatler).

«Reflexiva, inteligente y de muy grata lectura» (GQ). «Su mejor novela hasta el momento» (Charlotte Heathcote, The Daily Express).

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