martes, 8 de marzo de 2016

Retrato de un hombre inmaduro, Luis Landero


Hoy me apetece hablar sobre la referencia, sí sobre una palabra de la que últimamente oído mucho hablar, de la que escucho comentarios, susurros, informaciones cruzadas y secretos inconfesables. Me explico. Soy bilingüe, sí, parece imposible, pero lo soy, además no tengo ningún complejo de inferioridad por usar una lengua y no otra y me entra la risa cuando el enterado de turno me dice que esa diferencia entre lengua de cultura y lengua familiar es una gilipollez porque todas son de cultura en un sentido antropológico, claro, deben pensar que los demás somos gilipollas y que su buenismo hipócrita y su pensamiento vacío son una contribución a la historia de la humanidad, y les digo, sí, sí, claro, claro, y pienso, vaya, ni siquiera el español es el inglés, y lo hablan cerca de 500 millones de personas, pero nada, me quedo con lo del complejo de inferioridad, sonrío, y sigo con mi vida, uso las lenguas para lo que son, y leo, leo y viajo a las dimensiones que me apetece, cuando me apetece y como me apetece.

Lo dicho, referencia. Referencia la usamos cuando hemos conocido a alguien en una lengua y, en otras situaciones comunicativas, nos dirigimos a ese alguien en esa  lengua concreta, aunque ambos sean de otra; claro, me diréis, si los dos hablamos español y nos dirigimos en inglés, cuando descubramos el entuerto nos pasaremos al español, hombre, digo, aquí puede ser, pero en situaciones de bilingüismo no siempre pasa. Y ¿por qué este rollo? Pues porque con Landero me pasa como con las lenguas, es decir, tengo una referencia muy concreta con él, una experiencia literaria de primer orden cuando leí Juegos de la Edad tardía, y ese chip permanece indeleble cuando leo cualquier otra de sus novelas, y las he leído todas. Me pasa como a los niños con un juguete concreto que lo quieren repetido hasta el vómito, que necesitan uno más y otro, y otro, como el coleccionista compulsivo que se gasta lo que no tiene, pero su vitrina ofrece un lustre extraordinario de postalitas de Urdes. Esa es la referencia, el peso de la literatura, de una escritura en el subconsciente, en lo leído. Me pasa lo siguiente, que leo y leo y espero encontrar siempre el primer libro, esa sensación cálida y cómoda de la aventura equinoccional, de la ilusión recobrada, del otro tiempo que fui en ella, sí, me pasa, y creo que fundamentalmente con Landero y Miller, es posible que con algún otro autor, pero con ellos es enfermizo, es una búsqueda de esa impresión que debe haber resistido el paso del tiempo. Y con Landero el tiempo pesa como una losa.
En otros comentarios que he hecho sobre su obra ya lo he dicho, Landero ha escrito siempre la misma novela, es una broma infinita, una novela eterna que se autoalimenta de historias enlazadas desde aquella novela de juventud. ¿Ha vuelto para escribir algo más o simplemente ha epilogado en una espiral sin término el ingenio profético, las vidas enlazadas al evo del anacronismo gramatical? No lo creo, pero no importa porque es unas mil y una noches moderna muy castiza donde las historias se suceden al estilo cervantino y los personajes acuden a la trama como quijotes contemporáneos. Landero es uno, igual que su obra, esos relatos que dan cuerpo, esa historia perpetua de la lucha contra el destino, la aventura de reencontrarse en una madurez monótona.

¿Y qué más podría contarle? Nada. Cuando comemos juntos, comentamos las comidas; si el telediario, glosamos las noticias; si paseamos por el campo, describimos el paisaje. Siempre frases muy breves y muy cargadas de razón. De modo que siempre estamos de acuerdo en todo. Y así seguimos yendo por el mismo camino, sin saber adónde ni por qué...
el ritmo cansino, el camino aprendido, el cielo limpio, y en la luz fresca del atardecer la promesa inminente de una tregua en el diario laborar.

Y en la obra el anhelo de ser, el anhelo de haber tenido una vida, sí, una vida de fama y aventura del hombre gris y anónimo, del ciudadano anodino que viaja junto a nosotros en el autobús, que pasea a nuestro lado en el parque, esa ansia infinita por ser, por rebelarse contra el destino establecido.

recuerdo que al leer esas líneas, de repente sentí la llamada, la dulce e imperiosa llamada de la virtud, y el placer anticipado de convertirme en un hombre ejemplar.

Y todo esto escrito de una manera primorosa, con un estilo inconfundible y cervantino, coral, libre, anacrónico, maravilloso en su monotonía, en esa escritura esperable y esperada, en las historias que se acumulan para dar fe de vida. En realidad este Juegos de la edad tardía se mueve a lo largo de miles de páginas, publicado en media docena de títulos, con nombres que nos engañan, pero que sabemos que son él, Gregorio Olías, mi querido personaje ensoñado.

Aquel hombre era músico. Para acreditar lo innato de su talento, se remontó a la infancia...
"Si no consigues ser tú mismo, sé otro cualquiera, qué más da. Ya está bien de ir por la vida haciendo el gilipollas"...
¿Qué le ha parecido mi vida?¿Le parece ridícula, insípida, trivial, curiosa, o una vida a medio vivir, o solamente una más entre tantas? Yo no sabría cómo definirla, y menos aún cómo juzgarla.

Y así el hombre se extraña ante su propia existencia, inmaduro en su madurez, buscando la adolescencia que se perdió, jugando a ser quien nunca ha sido, pero así hay motivo para novelar y contar, si no que se lo digan a Alonso Quijano. Está en Tusquets y aquí tenemos algún dato que os interesa.


En la habitación de un hospital, y en el curso de la que muy probablemente sea su última noche en este mundo, un hombre de unos 65 años le cuenta a alguien, y también a sí mismo, la historia de su vida. Dejándose llevar por el azar de la memoria y la fluidez de su propio relato, va y viene en el tiempo, rescatando, con no poco humor, las pequeñas y más significativas aventuras que vivió y que vio vivir. Porque a este hombre le ha gustado mirar siempre el espectáculo del mundo tanto o más que participar en él. Pero, como todos, conoció el amor, el sabor agridulce de la libertad, el poder, el horror, la belleza, la amistad, el absurdo, la doble conciencia y, en fin, todos los ingredientes de que está hecha la vida. Y no sólo cuenta, sino que al hilo de cada episodio busca algún sentido al viejo misterio de vivir, ahora que no hay tiempo ya de engañarse ni de rectificar. Como quien manipula las piezas para formar un puzzle, se enlazan el rápido curso vital y los remansos reflexivos, el bullir inagotable de personajes y peripecias casi siempre cómicas o kafkianas, para trazar el perfil de un hombre sesudo y a la vez infantil, responsable y a la vez arbitrario, bueno a la vez que inmoral: un retrato del hombre contemporáneo.

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