Esto no me había
pasado nunca, acabo de leer el libro que quería escribir. No, no, no penséis
que es algo tremendo, algo que me causa desazón, en absoluto, me causaría
desamparo si el libro que hubiera leído no fuera el libro que acabo de leer.
Estas cosas pasan, cosa que me reafirma en la absurda idea de que las historias
pululan por ahí a la espera de que alguien las atrape, de que alguien se atreva
a escribirlas y darles la forma que necesitan. Haber pensado en un libro no es
haberlo escrito, es un cúmulo deslavazado e informe que, a modo de puzle, se
agolpa caóticamente en tu mente y va viniendo de vez en cuando, había tomado
notas, tenía fragmentos redactados, y me he encontrado con él. Bienvenido.
Un dolor
indeterminado, luego localizado en el pecho, pero podría ser en cualquier otra
parte del cuerpo. Parestesias y temblores inespecíficos y un tremendo miedo a
la muerte y a la enfermedad.
Salgo a la calle. Mi
marido me mira al trasluz para leerme el pensamiento. No hace falta. Estoy
temblando.
Miedo. Esa es la
clave que acierta la autora, miedo a no ser capaz, miedo a ser capaz, miedo a
perder el estado vital, miedo a no perderlo, miedo a ser otro, a no serlo,
miedo al miedo. El miedo se infiltra en los recovecos del alma, de la mente y
se materializa en un dolor agudo que avisa de que el alma ha enfermado. No sé
si Marta Sanz sufrió o sufre una depresión, si, simplemente, tuvo un cuadro
depresivo prolongado en el tiempo, tampoco sé si lo que escribe es su
experiencia real o, al novelarla, la convierte en experiencia literaria, por lo
tanto ficcional, tampoco sé si, como dice, la novela le sirve de terapia a lo
bestia para afrontar lo indeterminado, porque de eso se trata, de lo
indeterminado, de lo que no se puede definir de manera clara, del desequilibrio
en la estabilidad.
Yo sufrí una
depresión, o un cuadro depresivo, un estado de gracia no determinado por la enfermedad,
no, sino por lo que vino, por la lucha interna, por la comprensión de mis zonas
oscuras, por la determinación de mi yo adulto, si es que existe tal yo. Un
desencadenante, y lo inespecífico. Búsqueda de lunares en el cuerpo,
En un lunar de mi
cuerpo reconozco el cosmos. La primera célula humana, el reptil que salió del
charco y se convirtió en simio. Me salto mil pasos intermedios de la evolución,
desde la metamorfosis de las branquias en pulmones hasta el alzamiento progresivo
del rosario de las vértebras. Por otra parte, en un lunar de mi cuerpo que me
escuece y muta veo la realidad como dentro de la bola de cristal de una
pitonisa de feria, todo lo que me oprime, los rayos alfa, gamma o beta que
irradian los módems portátiles y las redes wifi invisibles que atraviesan los
muros y me apuñalan.
de cánceres odiosos,
de dolores que podamos identificar con enfermedades conocidas, luego los otros,
los que te ayudan y te dicen que has de luchar, los médicos del no tienes nada,
la romería absurda por la docena que te dirán, te haremos pruebas, pero no tienes
nada, nada, He estado en mi ginecóloga. Me duele. Mi última esperanza
es solicitar los servicios de un exorcista; las amigas o amigos que
dicen que su dolor fue real, un fallo médico, y tú reafirmándote en que tu
locura es ese estado de gracia que te permite oír el mundo como no lo puede
hacer nadie más que tú; el tremendo egoísmo, la tremenda yoidad, la
mismidad sin fisuras que te permite adentrarte en cualquier eco de tu
organismo, conociendo dimensiones que nadie más, que no las haya experimentado,
puede conocer. Qué hijas de puta somos las enfermas imaginarias ¿Qué sabrán los
otros? Y mientras la fragilidad extrema, la inseguridad que nos hace pensar en quién
hemos sido o en quiénes somos, en qué nos hemos convertido, la vida estable
inestable, digo, la fragilidad que te rompe por dentro y te hace pensar en la
muerte como fin en sí mismo, pero hay unos otros que están: el compañero fiel
que escucha, que también se rompe en sus problemas y que siempre tiene algo
amable que decirnos, eso también lo dice la autora; y la madre, la madre que ve
lo que no se ve.
Bueno, pues todo
esto y más nos cuenta la autora en su libro, nos lo trasmite de una manera tan
veraz que pienso que lo ha vivido, que el dietario novelado es una argucia para
curarse, o al menos, para luchar contra la visita a un psicólogo, yo no quiero hablar
con un psicólogo porque ningún psicólogo es más listo que yo. Suena a auténtico,
además le imprime un estilo fresco, dinámico, que te ayuda a disfrutar con la
lectura.
Otro aspecto que me
ha interesado es que no permanece ajena a esta ola novelística de hablar sobre
el propio hecho creativo y la novela que se escribe, la literatura
literaturizada, la autora personaje: su estilo, los procesos creativos, se
convierten en parte de la trama, como si ya no pudiésemos inventar más
historias, la vida y la escritura lo superan todo.
escribimos estas
cosas porque algo nos duele, porque somos mujeres, porque tenemos o no tenemos
pareja, escribimos, tenemos y no tenemos trabajo, somos españolas y blancas,
posiblemente feministas, posiblemente de izquierdas. Pero nuestros libros no
están escritos con las mismas palabras y, en consecuencia, no, no son iguales…
yo debo censurarme esta propensión obtusa a
mezclar lo pedante y lo paleto que, en definitiva, constituye mi estilo. Nuestra
sangre primero huele al musgo de una bodega rural. Después a carbonilla y a
productos comprados, con vigilancia y esmero, en un supermercado de marca
blanca.
Cuando escribo
—cuando escribimos— no podemos
Me ha gustado mucho,
me pasó con las otras dos novelas que tenemos en el blog, Black, Black, Black y
Farándula. La podéis encontrar en Editorial Anagrama, y aquí os
dejo datos de vuestro interés.
ISBN 978-84-339-9829-3
EAN 9788433998293
PVP CON IVA 16.9 €
NÚM. DE PÁGINAS 208
COLECCIÓN Narrativas hispánicas
Durante un vuelo, a Marta Sanz le duele algo
que antes nunca le había dolido. Un mal oscuro o un flato. A partir de ese
instante crece el cómico malestar que desencadena Clavícula: «Voy a contar lo
que me ha pasado y lo que no me ha pasado. La posibilidad de que no me haya
pasado nada es la que más me estremece.»
Aquí, la narración del episodio autobiográfico
se fractura como el mismo cuerpo que se deforma, recompone o resucita al ritmo
que marcan las violencias de la realidad. La descomposición del cuerpo parece
indisoluble de la descomposición de un tipo de novela orgánica donde se mienten
las verdades y se usan trampillas y otros trucos de prestidigitación.
En Clavícula –o Mi clavícula y otros inmensos
desajustes– no: aquí la palabra busca dar cuenta de los hechos, más o menos
difuminados, para llegar a entender.
La dificultad de
nombrar el dolor suscita grotescas reflexiones: ¿primero me duele y luego
enloquezco?, ¿me duele porque he enloquecido?, ¿el dolor nace del dentro o del
fuera?, ¿primero me explotan, luego enloquezco y después me duele?, ¿o me duele
y me hago consciente de que me explotan?
Al hilo de ellas se
aborda una retahíla de temáticas: el filo que separa el cuerpo de sus relatos
científicos y su imaginación; la intolerancia ante el desequilibro psicológico
y el desequilibrio como síntoma cada vez menos excepcional; la ansiedad como
patología del capitalismo avanzado y, frente a los grandes titulares, la
situación concreta de un centro público de salud; lo psicosomático; la
hipocondría y las enfermas quizá no tan imaginarias; las enfermedades y el dolor
específicamente femeninos; la sobreexplotación y el miedo a la pobreza que
castiga, sobre todo, a las mujeres; el dinero y las cuentas familiares, la
cifra exacta que agudiza una molestia ósea persistente.
Marta Sanz retoma el
tono autobiográfico de La lección de anatomía, pero en lugar de hacer memoria y
reconstruir históricamente el propio cuerpo, esta vez se concentra en un solo
punto. Un libro sobre el lado patético o reivindicativo del quejarse que, con
sentido del humor, negro y autocrítico, conjuga la mirada social con una mirada
sobre la literatura misma. Porque la carne a veces se hace palabra y la palabra
a veces se hace carne. La segunda posibilidad da mucho miedo.
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